El mundo era horrible, eso era lo único que había podido extraer después de meses de vagabundeo por Vyarith. El mundo era horrible y yo no tenía ninguna razón para vivir, aunque por alguna extraña razón me seguía levantado cada mañana y me subía al caballo, rumbo a un lugar incierto.
Habían pasado… no estaba seguro, en realidad. El frío había dado paso a la primavera y cada día hacía más calor, así que suponía que nos estábamos acercando a principios de verano. Llegados a ese momento yo ya no sabía qué hacer ni a dónde ir. Sabía, por rumores más que nada, que Tallad había vuelto a Elexa, y que Jamis Dirsar lo había acompañado. Lyrina seguía en Pherea junto a Ricard, haciéndose cargo del reino y de su nuevo bebé, un niño al que habían llamado John; todos decían que tenía los ojos azules de su abuelo y el cabello dorado de su abuela. Una buena combinación, pensaba yo cuando me daba por recordar que pertenecía a la misma familia que ese niño y que técnicamente yo era su tío. Por suerte no ocurría muchas veces
Mi tía Dellora había vuelto a Roen, a su hogar, y se había llevado a sus hijos con ella. Aarlen se había convertido en una fortaleza en disputa entre los señores. Todos proclamaban que les pertenecía por tal o cual antepasado, muchos de ellos desconocidos o tan lejanos que era casi imposible asegurar que fuera un antecesor de esa familia.
Mientras todos seguían con sus vidas, yo continuaba trotando de un lugar a otro en busca de un lugar en el que poder establecerme y desaparecer de la faz de la tierra. Por las noches me quedaba en posadas y tabernas a beber hasta que me desmayaba. Por la mañana me despertaba odiándome durante unos cuantos minutos hasta que recordaba que debía levantarme y continuar con mi vida. Entonces me lavaba la cara, me vestía y salía a buscar a alguien que necesitara un mercenario o un guardián para pasar por los caminos llenos de bandidos. Con la espada al cinto me sentía casi normal, aunque dentro de mi pecho seguía habiendo una nota de tristeza y dolor que me acompañaba cada día y que intentaba ahogar con bebidas, peleas y furia. No era una buena forma, pero era demasiado joven y estaba enfadado y triste con el mundo entero. Esa era la única forma que mi cuerpo y mi alma entendían para expresar lo que sentía.
Al final me cansé. No pude soportar más recorrer los mismos caminos una y otra vez. La monotonía me mataba y hacía que pensara en cosas que quería olvidar, en preguntas que no quería responder. Por eso, un día que estaba cerca de la ciudad de Dagar me vino una idea a la cabeza al ver un puerto lleno de barcos. ¿Y si me marchaba? No sería difícil, pensé. Uno de sus navíos me podría llevar a Sarath, al gran continente que se encontraba más allá de Elwa. Allí nadie me conocería, podría ser quién yo quisiera.
Esa misma mañana me dirigí hacia el castillo de Dagar donde después de horas y horas conseguí hablar con el mismo señor. Era un joven unos años mayor que yo que me recibió en su sala, una fresca habitación cuadrada y repleta de tapices en el interior del palacio de Dagar, una mola cuadrara e intimidante en el centro de la ciudad.
—La última vez que nos vimos… —empezó a decir el hombre.
—Era todo normal —terminé con un graznido.
—He escuchado que te quieres marchar —continuó, haciendo caso omiso a mi interrupción—. Si te soy sincero, no pensé que durarías tanto tiempo.
—Soy cabezota. Se me metió la idea de no irme y hasta que no me he dado cuenta de que es lo mejor, no he cambiado de opinión. —Me encogí de hombros, sin darle mucha importancia.
—Claro. Bueno, aquí tienes. Solo tienes que enseñárselo al capitán y te dejarán salir —dijo mientras me tendía un papel perfectamente doblado. Asentí al cogerla.
Entonces, una de las puertas se abrió y entró un chiquillo con el mismo color de pelo rubio pálido que su padre y los ojos de un cálido tono castaño. Se abrazó a la pierna del hombre con una sonrisa traviesa en el rostro. Tragué saliva con fuerza y estuve a punto de cerrar los ojos.
—Alek, ¿qué haces aquí? Venga, vuelve a la habitación. —Al ver que el niño no hacía caso, llamó a una criada, que se llevó al niño en volandas. El hombre debió ver algo en mi rostro que le pareció curioso, porque me preguntó—: ¿Te gustan los niños?
—No —respondí con velocidad.
Me marché de inmediato después de hacer una leve inclinación con la cabeza, pensando en esa sonrisa que tanto me había recordado a la de Loran. Me detuve en un pasillo al ver que estaba solo y apoyé la espalda en la pared, dejando salir el ligero sollozo que se me había atravesado en la garganta. La presión en mi pecho era insoportable y las lágrimas amenazaban con correrme por las mejillas. Lo único que deseaba era hacerme un ovillo en el suelo y llorar durante horas, pero no pude. Por el rabillo del ojo vi a un guardia que se acercaba por el final del pasillo.
Me incorporé a toda velocidad y salí corriendo.
Al llegar a la ciudad, deambulé un rato hasta que mis pies me llevaron hasta el muelle. No tardé en encontrar un barco que se ofreció a llevarme a Sarath a cambio de toda mi bolsa de monedas.
Cuando por fin pude subirme al barco, contemplé una última vez la ciudad de Dagar, pensando que sería la última vez que la vería.
En el último momento, justo cuando los hombres estaban ya preparándose para marcharse de Vyarith, pensé en que debía deshacerme de una cosa. Abrí mi mochila y corrí hasta la borda con una carta en la mano. La había escrito para Tallad, un sinfín de tonterías, porque estaba seguro de que el elfo no querría saber nada más de mí. Por eso, y porque era experto en malas ideas, la lancé al mar y me quedé contemplando cómo la corriente se llevaba la carta.
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Editado: 10.11.2023