La noche llegó muy deprisa, y yo solo pedía a Dios que me diera una salida, una oportunidad o que me diera la muerte para no vivir más en ese infierno; de repente entró el señor Francisco y en la puerta se quedó una mujer algo ya entrada en años, era la sirvienta.
- ¿Tienes hambre? Me preguntó.
No respondí, solo lo observé; su acento no era español, pero hablaba español como un latino educado y elegante, siempre vestía muy clásico; era alto, fornido y para su buen gusto era guapo, de piel blanca y cabello negro, con ojos negro intenso, él también me observó, pero percibí algo extraño en su mirada.
- Si no comes morirás. Me dijo
- Pues prefiero morir. Contesté
- Eso lo decido yo, soy tu dueño, y no perderé mi dinero.
- Yo no le pedí que me comprara. Le respondí Entonces le hizo una señal con la mano a la mujer para que pusiera la charola en la mesa. Luego ambos salieron, volvió a cerrar la puerta con llave, y al parecer su habitación quedaba continua a la mía, puesto que escuché sus pasos en el cuarto siguiente.
Esa noche también estuve en vela, llorando y recordando a mis padres, pidiendo una y otra vez a Dios que me ayudara; esa noche llovió, y la luz de la que sería mi habitación por mucho tiempo, esa noche no se apagó. No sé qué era peor, la soledad que me acompañaba o la incertidumbre de pensar en lo que pasaría al día siguiente.