Ese mes se me hizo eterno, solo observaba la foto de mis padres cuando descansaba de meditar y de orar; por mi mente pasó la idea de volver a escapar, pero había prometido que no lo volvería hacer.
Una mañana María entró en mí habitación y me entregó una carta.
- Aquí te manda el señor, es una invitación que le hacen a los dos. Dijo ella.
La recibí y la leí; en efecto, la junta de socios de la compañía invitaba al señor Francisco y a su prometida a una fiesta en una isla.
- ¿Y cómo está el señor? Le pregunté a María después de leer la invitación, era la primera vez en todo ese mes que preguntaba por él.
- No come bien, siempre está tomando licor en su despacho; regresa muy temprano con un ramo de rosas en las manos para usted, y cuando usted se las de vuelve, se sienta cerca de su puerta a sentir su presencia, no sale, se encerró con usted, aah y por cierto, Selene la ha estado buscando, pero el señor le tiene prohibido hablar con usted.
- ¿Y dónde está el señor Francisco?
- Está en su despacho. Me contestó mientras organizaba mi cama.
Me organicé y bajé. Toqué a la puerta y él pidió que pasara, y cuando me vio, en sus ojos se vizlumbró una luz de esperanza; dejó de hacer lo que estaba haciendo y se levantó de inmediato.
- Siéntate. Me dijo con emoción, pero también con temor.
- No es necesario, no planeo hablar mucho ¿Por qué me envió la carta a mí, si entre usted y yo no hay nada? si desea compañía para su viaje busque otra mujer, porque yo no pienso estar cerca de ningún asesino.
No me respondió, era como si estuviera hablando con otra persona y no con mi verdugo; su mirada solo se limitaba a observarme con tristeza.
Al ver que no me respondía dejé la carta sobre el escritorio y salí de allí; en el pasillo me encontré con Selene, ella me observó, pero no me dijo nada.
- Me dijeron que tú me buscabas. Le dije cuando pasó por mi lado.
Entonces ella me tomó de un brazo y salimos al jardín donde el señor Francisco no nos viera.
- Agradece que no te he hecho nada por el señor, pero estas haciendo todo lo contrario a lo que yo te pedí. Me dijo
- ¿Y cómo quieres que haga feliz a un asesino?
- Él no ha asesinado a nadie, los socios son los que deciden.
- Sí, y entre ellos está él.
- Ana, la fiesta en la isla la hicieron los socios por ti.
- ¿Por mí? Y ¿Por qué por mí?
- Porque desde que tú viste lo que sucedió en el sótano y despreciaste al señor, él ya no es el mismo, ya no se concentra en sus negocios, solo se la pasa bebiendo, y los socios se dieron cuenta, quieren conocerte.
- ¿Conocerme? ¿para qué? ¿A ellos en qué les conviene?
- El señor Francisco es el socio mayoritario, si algo le afecta a él, le afecta a todos. Él nunca ha querido que muera nadie, desde que entró en este negocio solo lo hizo por venganza y desde allí solo se ha interesado en el dinero, lo demás lo deciden los socios, a mí me consta, él no es tan malo, creó un proyecto para ayudar a las personas de escasos recursos en México.
- Entonces es un Pilatos. Dije en voz baja
- ¿Qué?
- Nada, y mejor me voy, sea lo que sea yo no puedo ni acepto vivir así con nadie.
Volví a encerrarme, no sabía cómo iba a terminar esto, pero confiaba en Jesucristo con todo el corazón.
A la tarde siguiente, entró María muy agitada a mi habitación.
- Levántese y organícese que tiene visitas. Me dijo
- ¿Visitas, quienes?
- Los socios del señor Francisco, y él está furioso porque quieren hablar con usted a solas, es mejor que bajé y los atienda o se puede formar una guerra aquí mismo.
- ¡Dios no lo quiera, no me asuste María!
Me organicé con mucho susto, pero antes de salir hablé a mi Señor Jesucristo. Estaba muy nerviosa, pero me controlé y bajé. Ellos estaban esperándome en la sala junto con el señor Francisco, saludé y ellos muy amables se pusieron de pie y se presentaron. Eran cuatro hombres, unos más viejos que otros, los más jóvenes eran casi de la edad del señor Francisco. Me senté a un lado del señor, y cuando ellos me pidieron hablar en privado el señor Francisco se levantó de inmediato.
- Ana, si no quieres no tienes que ir. Me dijo.
- Es muy necesario que nosotros hablemos con usted, señorita. Dijo uno de ellos
Pero el que estaba más cercano a mí, observó mi mano y pregunto:
- ¿Es usted la prometida del señor Francisco?
Entonces, por unos segundos fijé mi mirada en el señor Francisco y después los miré a ellos.
- No, no lo soy. Contesté.
Ellos miraron al señor Francisco
- ¿En dónde está su prometida? Le preguntaron
- Yo no tengo una prometida, pero la mujer que tienen en frente es la mujer que amo. Contestó él
Entonces bajé la mirada mientras todos se volvían a mirarme
- Queremos hablar con usted en privado. Me dijeron
Lo pensé muy bien y acepté, pero antes de decir algo el señor Francisco se interpuso.
- Ana, no es necesario. Dijo
- Por supuesto que sí, podemos hablar en el despacho siempre y cuando el señor Francisco nos dé el espacio, no podemos disponer así, es su casa. Respondí a los socios