—Pueden dejar el sofá en la parte de adelante —comentó la mujer de cabello negro. Señalaba con el dedo índice hacia la pared que estaba ubicada al oeste de la puerta principal.
El eco, soberbio de su actual poder, golpeteó contra las paredes de la vacía habitación. Aunque el resonar molestaba un poco sus oídos, Daniela se mantuvo tranquila en su posición para escucharlo hasta el final. Una vez que la casa estuviese decorada en su totalidad no volvería a escuchar un eco tan profundo como ese, y por absurdo que pudiera parecer, eso le daba nostalgia.
Gran parte de su vida, desde que podían recordar, el interior de su cabeza se sentía igual que aquella habitación: vacía, llena de un poderoso eco que al repetir sus palabras las vuelve suyas y provoca una sensación de ausencia, de desconexión. O al menos, así lo percibieron ellos… ella, solo ella, durante todos esos años.
Con un fuerte suspiro y una sonrisa, Daniela pensó que era tiempo de dejar todos esos pensamientos de lado, olvidarse de ellos —como el terapeuta le había sugerido—, ya que no eran más que otra parte de sí misma, para enfocarse en su actual vida de casada que apenas daba inicio. Pensar en ello la hizo sonreír todavía más. La voz de su marido tarareando esa rara canción que jamás logró sacarse de la cabeza, se estaba aproximando a la entrada.
—Todo luce muy bien —añadió Mateo mientras atravesaba la puerta, en sus brazos cargaba un par de cajas de cartón repletas de pequeños adornos y marcos fotográficos—. Pero ¿no crees que el sofá quedaría mejor en la pared del fondo?
—No, cariño. Quiero el mueble de la televisión justo en frente, así nos ayuda a simular una pared que divida la sala y el comedor.
Mateo bajó ambas cajas y miró a su joven esposa con una sonrisa antes de asentir con la cabeza, ocultaba la resignación. Durante la luna de miel, como un dulce gesto de amor hacia su mujer, Mateo accedió a que Daniela eligiera toda la decoración —incluido el orden de los muebles—, así que ahora el hombre no podía objetar. Le pesaba un poco, pero podía vivir con eso.
—Claro, será fabuloso. —Se limitó a decir para luego depositar un suave beso en los labios de su esposa y salir una vez más. Todavía tenía decenas de cajas por descargar del camión.
Una vez que la compañía de mudanzas se marchó, Mateo y Daniela se tomaron un momento para contemplar lo que sería su nueva vida, esa segunda oportunidad que ambos estaban dispuestos a aprovechar. Con apenas un año de matrimonio y los recuerdos amargos en el pasado, al fin tenían una oportunidad para empezar como una pareja. Las ansias de ambos por devorarse el mundo se volvían cada vez más palpables. Sin embargo, Daniela se sentía extraña. Tenía días de esa manera, con breves lagunas mentales y dolores de cabeza. El terapeuta le dijo que podría tener secuelas, no era algo para alarmarse, así que no dijo nada.
Al caer la noche, el cansancio cobró represalias en el cuerpo de la joven pareja, quienes tuvieron que estrenar la recámara derrumbándose de agotamiento apenas se metieron en la cama. Si bien esa no era la forma en la que desearon pasar la primera noche, tampoco había prisa alguna.
La habitación, acogedora y silenciosa, envolvía en sus brazos a la pareja que agotada por un largo día de mudanza, buscaba reponer energía. En esa época del año, el invierno no perdía la oportunidad de manifestar su presencia, escarchando cada una de las ventanas de aquella pequeña vivienda.
Radiante y majestuosa, la luna reposaba en el punto más alto del firmamento, viendo de pronto cómo se interrumpía su resplandor cuando una nube se posó frente a ella. Al mismo tiempo, el viento comenzó a soplar parsimonioso. La oscuridad atrajo consigo un silencio abrumador en todo el vecindario. Los grillos detuvieron su canto, las hojas de los árboles, todavía danzantes, dejaron de silbar. Y entonces, naciendo del oscuro pasillo que conectaba con la habitación principal, brotó un susurro apenas audible que cortó de tajo la mudez.
—Puedo verte —siseó una voz tan aguda como la de un niño, tan suave como la de alguien que cuenta un secreto. Esa voz, acercándose a la habitación principal, se dedicó a tararear una melodía lenta, solo para después hacer eco en la noche y desvanecerse hasta desaparecer.
Mateo se removió en la cama, abrió los ojos con cansancio y alzó un poco la cabeza, observando hacia la puerta unos segundos. Al no divisar nada fuera de lo común, se volvió a acomodar en la cama para retomar el sueño. Sin embargo, antes de conseguir su objetivo, sintió que la mano de su esposa empezaba a acariciarlo. Una sonrisa se dibujó en su rostro cuando la mano se deslizó para acariciarle la espalda y posteriormente la cadera de arriba hacia abajo de forma lenta. Ante la provocación, Mateo se dio la vuelta, abrazó a Daniela y le besó el cuello.
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Editado: 04.11.2019