—No hagas eso...
Alex no respondió, pero sonrió de lado mientras continúa jugando con los cordones de mis zapatillas. Luego de un rato, se rindió y se recostó contra el tronco del árbol a sus espaldas.
El parque es pequeño, árboles no muy altos lo rodean, farolas y bancas blancas llenan el lugar. En el medio, la estatua de una mujer sosteniendo a un niño pequeño sonriente, la inscripción demasiado gastada por el tiempo para ser leída ahora.
Algunas personas caminan alrededor del parque, se sientan en las bancas, un hombre juega con un perro no muy lejos de nosotros.
El día está soleado, el primer día realmente primaveral, señal de que el invierno por fin está llegando a su fin poco a poco.
Señal de que conocí a Alex hace ya casi cuatro meses.
Me volteé a verlo otra vez mientras me inclino para tomar mis cordones. —Déjame mostrarte otra vez.
Por alguna razón, Alex encontró extraña mi manera de atar mis propios cordones y había exigido que le mostrara cómo lo hago. A pesar de sus intentos, no puede replicarlo.
Él rió antes de mirar al frente, hacia el centro del parque. —Ya, me rindo.
—¡Vos sos el que insistió en aprender!
—Estoy bastante seguro de que te inventaste esa forma, es muy complicada.
Fruncí el ceño. —Lo aprendí en internet.
—Sí, ajá.
Golpé suavemente su hombro, haciéndolo reír.
Una fría brisa nos envuelve por un momento, causándome un escalofrío. A pesar de la calidez del sol, bajo la sombra de los árboles aún es algo frío, y mi camiseta, a pesar de tener mangas largas, deja al descubierto parte de mi estómago.
Debería haber traído alguna otra cosa.
—¿Querés mi campera? — la voz de Alex me interrumpió.
Le sonreí. —Si me la das ahora, no la volvés a ver.
—Olvida que la ofrecí.
Me reí tan súbitamente que dos ancianas sentadas en una banca no muy lejos se voltearon a verme.
Me acerqué a Alex. Mis piernas descansan sobre las suyas, y me recuesto contra él abrazando su brazo, cubierto por una campera gris de tela gruesa.
—Ya es octubre, ¿Estás preparándote para los exámenes finales?
No me respondió.
—¿Alex?
Él bufó. —Ya sabes que no, deja de preguntar.
—¿Querés ayuda con eso? — insistí. — Puedo ayudarte a estudiar, podemos vernos para eso, o...
—Tatiana. — se volteó a verme. —No hace falta, si quisiera hacerlo no necesitaría ayuda.
Suspiré. —Sos testarudo, ¿Sabías?
Su pecho vibró mientras ríe. —Vos también.
Me separé de él, soltando su brazo. Un niño se ríe no muy lejos, el cielo es azul y sin nubes, un hombre vende algodón de azúcar en la entrada del parque, visible desde nuestro lugar.
Estiré mis brazos, mi hombro derecho resonó, y no pude evitar llevar rápidamente mi mano hacia él, pero no antes de que Alex acercara su propia mano a mi barriga.
Su mano está helada, y un pequeño gritito deja mis labios cuando su piel toca la mía. Se alejó con rapidez mientras llevo mis propias manos al mismo lugar.
—¿Tengo algo?
Comencé a revisar con cuidado, pero él negó. —Ah, no, es sólo... No importa, olvídalo.
Fruncí el ceño y seguí revisando la zona en la cual su mano había estado. Luego de varios segundos, un poco por debajo de la cintura de mis pantalones, encuentro una conocida cicatriz apenas visible.
Devolví la ropa a su lugar. —Es una marca de nacimiento.
—¿Qué cosa?
Me reí. —Lo que viste, es una marca de nacimiento.
Me sonrió. —¿Puedo verla?
Detuve mis movimientos por un breve segundo, considerándolo. Mis manos sujetan con fuerza la tela de mis jeans, el viento mueve mi cabello con suavidad. A lo lejos, el niño que jugaba cerca desde que llegamos se aleja de la mano de sus padres. El hombre que antes jugaba con el perro ahora descansa a la sombra de un árbol, el animal recostado a su lado, exhausto.
La mano de Alex encuentra la mía, fría como siempre. Su piel es suave, y hace cosquillas mientras acaricia mis nudillos.
Quiero sostener su mano con fuerza, jugar con sus dedos, memorizar cada detalle de ella.
En su lugar, la suelto y enderezo mi espalda, bajando un poco la cintura de mi pantalón y dejando a la vista la pequeña cicatriz triangular y rosada que cubre mi piel.
Alex no tardó en acercar su mano, pero su piel nunca tocó la mia.
Por varios segundos, no me dijo nada. Mi mano juega con el borde de mi camiseta blanca.
—Tatiana... — su voz es suave, apenas un murmullo. — Tatiana, eso no es una marca de nacimiento, eso es una quemadura.
Solté el borde de mi camiseta con cuidado y alcé mis piernas, las abracé y recosté la barbilla sobre mis rodillas.