El siguiente fin de semana llegó, trayendo consigo un nuevo plan para el grupo. Después del ajetreo de la semana y la vorágine de Marbella, me sentía más tranquila y cansada. Así que, en lugar de otra salida explosiva, habíamos decidido por unanimidad optar por una noche de películas más relajada en mi casa.
Con antelación, habíamos dividido las tareas: Alonso y su novia llevarían las bebidas, Clara y Gael se encargarían del postre, y Hugo y yo prepararíamos la cena, que, por aclamación popular, serían pizzas caseras.
Hugo llegó temprano, con los brazos cargados de ingredientes frescos. Nos pusimos manos a la obra en la cocina.
La familiaridad entre nosotros era palpable, una comodidad que se había cimentado con cada conversación, cada mirada, cada experiencia compartida. Él, con una soltura sorprendente para alguien acostumbrado a chefs de cinco estrellas, amasaba la masa con entusiasmo, mientras yo cortaba los ingredientes para los toppings. Las risas y las bromas llenaban la cocina, creando un ambiente distendido y alegre. Era una noche tranquila, una de esas en las que la simple compañía lo era todo.
Ambos estábamos centrados en nuestras tareas, la cocina ya invadida por el delicioso aroma del queso y el tomate. Fuimos armando y horneando las pizzas poco a poco, con la coordinación de dos chefs experimentados. Cuando la última pizza estaba casi lista, Hugo llamó mi atención. Me acerqué, esperando alguna indicación, y él, con una sonrisa pícara, tomó un puñado de harina y lo lanzó directamente a mi rostro.
—¿Cómo te atreves?—. Mi mirada de molestia se transformó rápidamente en una sonrisa con malicia. Sin dudarlo, tomé mi propio puñado de harina y lo lancé de vuelta, impactando de lleno en su nariz. Y así, comenzó un juego desastroso. Las risas llenaron la cocina mientras la harina volaba, y pronto, la salsa de tomate y otros ingredientes se unieron a la fiesta. Terminamos bañados, convertidos en pizzas vivientes, riendo sin parar al vernos tan cubiertos de masa y aderezos.
Al ver la hora, me di cuenta de que nuestros amigos no tardarían en llegar. —Será mejor que nos duchemos—, le dije, aún entre risas. —Llegarán pronto—. Fui la primera en bañarme, intentando quitarme hasta el último rastro de la batalla culinaria. Cuando salí, Hugo seguía esperando, con una expresión de resignación divertida, pues como era de esperarse no traía más ropa, así que se desvistió en el baño y me la paso por la rendija de la puerta para colocarla en la lavadora, esperando que con suerte se secara pronto
Mientras me vestía, escuché sus risas desde el baño. Era una risa genuina, desenfadada, muy diferente al hombre de negocios que solía ver. Cuando salió, enfundado en mi bata de baño de aguacates, su cabello revuelto y la cara aún con algunos restos de harina, no pude evitar soltar una carcajada. Él, con una sonrisa pícara, se unió a mi risa.
—Bueno, creo que esta es la cocina más desastrosa que he visto en mi vida—, comentó, mirando el campo de batalla de harina y salsa.
—Y tú, la pizza más guapa que he cocinado—, bromeé, sintiendo una ligereza que me sorprendió. La incomodidad que a veces me generaba su cercanía, o la idea de lo que "debía" sentir, se desvaneció por completo en ese momento de absurda diversión. Había algo increíblemente liberador en verlo tan vulnerable, tan dispuesto a reírse de sí mismo, y en mi propia capacidad de soltarme y jugar.
Mientras limpiábamos el desastre, nuestras manos se rozaban, nuestras miradas se encontraban con una naturalidad que ya no me hacía tensar. La conversación fluía sin esfuerzo, una mezcla de bromas sobre nuestra "batalla de pizzas" y la planificación de los toques finales para la cena. Era una comodidad íntima, una que no recordaba haber experimentado con nadie más. La idea de que esta "amistad" era diferente, que no encajaba en mis casillas mentales, se afianzaba con cada momento.
Justo cuando terminábamos de dejar la cocina impoluta, el timbre sonó. Miré a Hugo, quien ya se estaba quitando la bata para ponerse su ropa, que habia quedado lo más seca posible. —Parece que el show de la cocina desastrosa ha terminado—, dije, mientras él se abotonaba la camisa.
—Y el show de la pizza humana también—, añadió, con una sonrisa.
El timbre sonó de nuevo, esta vez con más insistencia. Hugo ya estaba listo, su cabello aún un poco húmedo. Abrí la puerta para recibir a Clara, Gael, Alonso y su novia.
—¡Hola a todos!—, exclamé, intentando que mi voz sonara normal, aunque todavía sentía el cosquilleo de la harina y la salsa en mi imaginación.
—¡Huele delicioso a pizza!—, dijo Clara, entrando con Gael, quien llevaba una caja de postres. Alonso y su novia traían las bebidas.
—Sí, hubo una pequeña batalla culinaria—, bromeó Hugo, con una mirada cómplice hacia mí. No pude evitar sonreír.
Nos instalamos en la sala. Las pizzas, milagrosamente intactas, fueron un éxito rotundo. Las bebidas fluían y los postres de Clara y Gael eran una delicia. El ambiente era de pura camaradería. Hugo y yo nos sentamos uno al lado del otro en el sofá, y la conversación se tornó ligera y divertida. Contamos, con algunos detalles omitidos, la historia de nuestra "batalla de pizzas", y las risas estallaron en la sala. Ver a Gael reír a carcajadas por las ocurrencias de Hugo, y a Clara mirarlo con tanto brillo en los ojos, me hizo sentir una alegría genuina por ellos.
La noche transcurrió entre risas, comentarios sobre la película que habíamos elegido (una comedia de acción que nadie se tomó demasiado en serio) y charlas animadas. La dinámica del grupo era fluida, y me sentí completamente a gusto, sin las presiones ni las dudas que me habían acompañado los días anteriores. La presencia de Hugo, lejos de ser un factor de estrés, se había convertido en una parte natural y agradable de mi vida.
(...)
El vino que habíamos escogido para acompañar las pizzas había hecho su efecto. El ambiente estaba relajado, las risas eran más fáciles y las conversaciones, más profundas. Pasada la medianoche, una a una, cada pareja fue abandonando el lugar. Alonso y su novia se despidieron primero, seguidos por Clara y Gael, quienes intercambiaron una última mirada prometedora antes de salir. Pronto, Hugo y yo nos encontramos solos en la sala.
—Te ayudo a recoger—, se ofreció Hugo, con una sonrisa cansada pero genuina.
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Editado: 13.08.2025