Tan rojo como el escarlata de los rubíes.
Él admiró sus manos, sintiendo un hueco en el pecho al encontrar su sangre esparcida, siendo un recuerdo — un mísero recuerdo — de la existencia de ella, de su pequeña sodalita.
Apretó los puños con fuerza, impidiendo que las lágrimas lo dominasen, que cada parte de él se convirtiese en un minúsculo gramo de cobardía de su parte. Él debía hacer justicia, necesitaba vengar la muerte de su único amor, de lo único que lo hacía ser diferente a como todos lo veían.
— No debiste hacer eso, no debiste matarla — un nudo se percibió en el tono de su voz, tan doloroso que ponía los vellos de punta de tan sólo escucharlo. Tragó saliva con fuerza —. Eres un maldito hijo de puta.
— En nuestro mundo no es bueno tener debilidades — Cannan rió con amargura, como si fuese el más grande villano jamás inventado.
Él era alto, con el cabello cano y los ojos tan azules como las profundidades de los océanos. Su semblante era severo, como el de un respetable monarca al que se le teme, al que respectas pese a sus malas decisiones.
Ezra respiró hondo.
Le odiaba, le odiaba tanto que cada vez que lo veía sentía una patada en el estómago, lava caliente subiendo por su esófago y contaminando toda su boca. Cannan nunca había sido un padre para él, mucho menos para Allen — el traidor de su hermano —, sólo era un instructor frío y calculador que se dedicaba a formar máquinas perfectas, robots de asalto dedicados a destruir.
Él era su mejor obra y pese a que de alguna manera le venía el remordimiento, se sentía satisfecho de superar al desgraciado de su padre en algo tan insignificante como ser el más malo de los demonios.
— No debemos de cometer errores y el amar a alguien es uno — prosiguió sin mirarlo, de sus labios sólo salían patrañas que podían lastimar a cualquiera. A él no, ya no —. ¿Qué sientes ahora que las has perdido? ¿Qué ya no es más un obstáculo?
— Quiero matarte… — esas palabras se sintieron como tomar ácido, su garganta chilló silenciosamente de dolor ante el esfuerzo.
— Eso es lo que te hace perder algo que amas…— respiró hondo —. Un monstruo.
Ezra sujetó el arma que tenía guardada en la cinturilla de sus vaqueros rasgados y apuntó al que una vez llamó padre. Cannan sonrió como lo haría el mismísimo diablo, de tan sólo verlo los vellos de la nuca se te erizaban y las piernas se te volvían gelatina.
Ezra no se inmutó.
— Vamos, dispara — dijo a lo alto, sin ataduras, sin miedo a que su propio hijo jalara del gatillo sin sentir un poco de piedad —. Sabré que he hecho un buen trabajo contigo. Te convertí en un prodigio.
— Me convertiste en ti — por primera sus manos temblaron —. Mataste a Rebecca y me quitaste a mi hermano — rió con diversión casi fingida —. Mientes cuando dices que nosotros no podemos tener debilidades porque tú tienes una.
— Yo no te quiero como un hijo.
Su corazón se estrujó un mínimo.
Pese a todo, todavía era su padre.
— No lo digo por mí — tragó saliva con fuerza —. Tú me quitaste a mi sodalita, yo voy a quitarte a la tuya.
Cannan abrió mucho los ojos.
Su hijo disparó a quemar ropa.