Unos días más tarde, Bruno estaba tumbado en su cama mirando el techo. La pintura blanca, agrietada, producía un efecto desagradable, a diferencia de la pintura de la casa de Berlín, que todos los veranos recibía una capa nueva de pintura.
–Aquí todo es horrible, odio esta casa, odio mi habitación y hasta odio la pintura. Lo odio todo –dijo Bruno en voz alta, aunque estaba solo en la habitación.
Acababa de decirlo cuando María, la criada, entró por la puerta cargada con un montón de ropa lavada y planchada de Bruno.
–Hola –dijo Bruno.
–Hola, señorito Bruno –saludó María mientras separaba las camisetas de los pantalones y de la ropa interior.
–Supongo que estás tan descontenta como yo con este nuevo plan. Con esta casa, con todo esto. ¿Verdad que es espantoso? Tú también odias esta casa, ¿no? –preguntó Bruno.
María era la criada de la familia desde que Bruno tenía 3 años. En general siempre se habían llevado bien. Su trabajo consistía en sacar el polvo, lavar la ropa, ayudar con la compra y en la cocina. A veces llevaba a Bruno a la escuela y lo iba a buscar, aunque desde que Bruno cumplió 9 años ya podía ir a la escuela y volver a casa solo.
–¿Qué pasa? ¿No te gusta esta casa? –dijo al fin la criada. –¿Gustarme? ¡Pues claro que no me gusta! Es espantosa. No hay nada que hacer, no hay nadie con quien hablar o jugar. No irás a decirme que estás contenta de que hayamos venido a vivir aquí, ¿verdad? –contestó Bruno.
–Me gustaba el jardín de la casa de Berlín. Había unas flores preciosas. Me gustaba ver las abejas revoloteando alrededor de las flores –dijo María.
–Entonces esta casa no te gusta, ¿verdad? ¿La encuentras tan horrible como yo? –insistió Bruno.
–Eso no tiene importancia.
–¿Qué es lo que no tiene importancia? – preguntó Bruno.
–Lo que yo piense – contestó María.
–Claro que tiene importancia. Tú formas parte de la familia, ¿no? –protestó Bruno.
–No creo que tu padre esté de acuerdo con lo que dices –comentó María, sonriendo.
–Te han traído aquí contra tu voluntad, igual que a mí. Si quieres saber mi opinión, estamos todos en el mismo barco. Y el barco hace agua –le respondió Bruno.
Bruno creyó que María le daría su propia opinión, pero María no respondió y se limitó a dejar la ropa encima de la cama. Bruno insistió:
–Dime lo que piensas, María, por favor. Porque si resulta que todos pensamos igual, a lo mejor podemos convencer a Padre de que nos lleve a casa otra vez.
–Tu padre sabe lo que nos conviene. Tienes que confiar en él –contestó María.
–No sé si confío en él. Creo que ha cometido un grave error –dijo Bruno.
–Si es así, debemos aguantarnos –concluyó María.
Bruno, enfadado porque le fastidiaba que las reglas que se aplican a los niños nunca se aplican a los adultos, añadió:
–A mí cuando cometo errores me castigan. Padre es un estúpido –dijo Bruno.
María abrió los ojos como platos y le tapó la boca a Bruno, horrorizada. Miró alrededor para comprobar que nadie los estaba escuchando y le dijo a Bruno:
–No debes decir eso. Jamás debes decir que tu padre es un estúpido.
–No veo por qué no puedo decir que mi padre es un estúpido –comentó Bruno.
-–Porque tu padre es un hombre bueno. Nos cuida a todos –dijo María.
–¿Trayéndonos aquí, al medio de la nada? ¿Así es como cuida de nosotros? –preguntó Bruno.
María le contestó con firmeza:
–Tu padre ha hecho muchas cosas buenas de las que deberías estar orgulloso. Si no fuera por tu padre, ¿dónde estaría yo ahora? Tú no te acuerdas de cuando empecé a trabajar de criada. Entonces tenías sólo 3 años. Tú padre me ayudó cuando yo lo necesitaba. Me ofreció un empleo, un hogar. Me alimentó. No puedes imaginar lo que es pasar hambre. Tú nunca has pasado hambre, ¿verdad?
Bruno miró a María y comprendió por primera vez que nunca había considerado que ella fuera una persona con una vida y una historia propias. Al fin y al cabo, siempre la había visto únicamente como la criada de su familia. Ni siquiera estaba seguro de haberla visto alguna vez con otra ropa que no fuera el uniforme de criada. Debía de tener pensamientos en la cabeza. Entonces se fijó también en que era muy guapa.
–Sí, tu padre se portó muy bien conmigo. Me ofreció un empleo. Cuando mi madre enfermó, tu padre pagó a los médicos. Y cuando mi madre murió, también pagó todos los gastos del funeral. Así que no vuelvas a llamar estúpido a tu padre, Bruno. Al menos no en mi presencia, porque no lo permitiré –continuó María.
Bruno había esperado que la criada se pusiera de su lado, pero enseguida se dio cuenta de que ella siempre estaría del lado de su padre. Además, la historia que acababa de contar María le hacía sentirse muy orgulloso de su padre.
–Bueno, supongo que se portó bien –dijo Bruno.
–Sí. Se portó muy bien conmigo –afirmó María–. Hay mucha bondad en su corazón, mucha bondad, por eso no entiendo…