Enredada en los sueños del magnate

15.Convertirse en padres

La vida cambió por completo.

Muntaha lo sentía en la manera en que las mañanas comenzaban más suaves, como si el sol hubiera aprendido a ser más amable. En cómo la risa tardaba más en desvanecerse en el aire.

En cómo su corazón ya no se sentía tan solo.

La presencia de Zayan había coloreado su mundo de formas que nunca imaginó.

Ser deseada. Ser amada.

Era un sentimiento más grande de lo que jamás se atrevió a pedir en sus súplicas.

Ya no necesitaba nada más.

Allah le había dado más de lo que podía imaginar.
Alhamdulillah.

Pero la vida siempre encuentra formas de poner a prueba la gratitud.

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El coche avanzaba con un murmullo suave por la noche, el mundo exterior inmóvil y sin fin. El cielo se cernía sobre ellos, cargado de nubes que rodaban como sombras a punto de desplegarse.

Muntaha se ajustó el pañuelo y echó un vistazo a Zayan, sentado a su lado. Él estaba con las piernas cruzadas, los ojos fijos en su tableta, los dedos jugando nerviosos en la pantalla. Completamente absorto en su pequeño mundo.

Un trueno crujió a lo lejos.

Ella miró por la ventana. Ni un alma a la vista.

Y entonces—el coche se sacudió.

Y luego—silencio.

El pulso de Muntaha se aceleró. Su sexto sentido le susurraba que algo no estaba bien.

El conductor murmuró algo y salió del vehículo.

—Se recalentó, señora —dijo, negando con la cabeza—. El coche necesita agua. Buscaré algo por los alrededores.

Muntaha asintió, aunque una inquietud serpenteaba en su estómago.

La noche estaba demasiado quieta. Demasiado vacía.

Pasaron los minutos. El conductor no regresaba.

Muntaha cambió de posición. Algo no cuadraba.

Entonces—escuchó el clic.

Giró la cabeza justo a tiempo para ver a Zayan abrir la puerta del coche.

Una ráfaga de aire frío irrumpió dentro. Estaba a punto de estallar la tormenta.

El estómago se le dio vuelta.

—Zayan, no—…

Pero él ya estaba bajando, estirándose como un niño inquieto.

Muntaha salió tras él.

—¡Zayan, por favor! —le gritó, la voz tensa—. Sube al coche. Aquí no es seguro.

Él apenas la miró.

—Estoy aburrido —murmuró, pateando el polvo—. La batería se acabó. Ya no puedo jugar. Y me siento encerrado allá adentro.

Ella tragó saliva, escaneando los alrededores. Ni rastro del conductor.

—Zayan, por favor… —susurró—. Está oscuro. Y va a llover.

Zayan frunció el ceño y cruzó los brazos.

—No me importa.

Una ráfaga de viento barrió la carretera desierta, trayendo consigo el olor agrio de la lluvia que se avecinaba.

Y entonces ambos oyeron la risa.

Venía de más adelante.

El corazón de Muntaha se detuvo.

A unos metros, bajo un farol parpadeante, un grupo de hombres los observaba.

Sus posturas eran relajadas, pero sus ojos, agudos. A esa hora y en ese clima, ningún hombre decente estaría en la calle.

Las manos de Muntaha se enfriaron.

Instintivamente, se ajustó el pañuelo sobre el rostro. Entonces—extendió la mano hacia Zayan.

Le sujetó la muñeca.

—Suficiente, Zayan —susurró—. Nos vamos.

Se dio la vuelta, tirando de él con ella.

—Moon, estás caminando muy rápido —se quejó él.

Pero ella no se detuvo.

El primer silbido cortó la noche.

Su pecho se contrajo.

Una voz más: arrastrada, burlona.

—¡Empiecen a cantar, muchachos!

Muntaha aceleró el paso.

—Mírenlos —dijo uno, en voz baja—. Se ven de dinero.

El mundo se cerró alrededor de ella.

—¡Eh! —gritó otro, con falsa alegría—. ¿A dónde la prisa? ¿Necesitan ayuda? Nosotros los ayudamos…

Zayan—ingenuo, inocente Zayan—se giró.

—No, no necesitamos.

El aliento de Muntaha se cortó.

—¡Shhh! —susurró, apretándole el brazo.

—Mira eso… una niña bonita con un loco —dijo otro.

El corazón de Muntaha se hundió. Aceleró el paso.

Demasiado tarde.

Los hombres se movieron.

Como sombras deslizándose en la noche, se acercaron.

Y entonces—una mano.

Fría. Fuerte. Cruel.

La sujetó por la muñeca.

Muntaha soltó un grito.

—¡Suéltame!

Zayan se quedó helado. No entendía por qué esos hombres la molestaban.

Su mirada rebotaba entre el rostro aterrado de Muntaha y el agarre brutal.

Algo cambió dentro de él.

Algo oscuro.

—Déjala —dijo.

No fue un grito.

Pero se escuchó.

Los hombres rieron.

—¿Oh? —rió uno, con sorna—. Miren al loco, tan protector. ¿Quién es ella?

Y entonces—un puñetazo al estómago de Zayan.

Cayó hacia atrás.

Muntaha gritó.

El conductor apareció, pero un golpe lo mandó al suelo. Su cabeza golpeó el asfalto. La sangre se esparció como tinta oscura.

Muntaha no podía respirar.

Sus rodillas cedieron.

Esto era el final.

Vio a Zayan—su Zayan—tirado en el suelo, los dedos temblando.

Las lágrimas brotaron de sus ojos.

Ya Allah, ayúdame. Sálvanos. Salva a Zayan.

Entonces—

Una gota de lluvia.

Y otra.

Hasta que el cielo lloró con ella.

Su visión se nubló. La esperanza se deshacía.

Hasta que—

—Les dije…

No era su voz.

No la del Zayan que conocía.

Muntaha alzó la cabeza.

Zayan estaba de pie.

Un trueno desgarró el cielo.

—¿Qué pasó? —dijo uno, burlón—. ¿El niño loco sigue en pie?

Zayan levantó la mirada.

Y por primera vez—

Muntaha no lo reconoció.

La inocencia se había ido.

No quedaba rastro de vacilación.

Ante ella estaba alguien más.

—Ella es mi esposa —dijo Zayan.

Su voz era plana. Fría. Implacable. Claramente amenazante.

—Y nadie pone una mano sobre mi esposa.

Y no se detuvo. Se lanzó sobre ellos.

Muntaha apenas podía comprender lo que ocurría.

Zayan se movía como una tormenta desatada.




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