Enterrados, La ciudad subterránea

7.

Los burócratas cogieron los censos y distribuyeron a los soldados. Les enviaron a buscar a todas las jóvenes que hubieran cumplido dieciséis años para el día en que se presentaría al futuro presidente y que no pasaran de veinte ese mismo día. Los soldados obedecían las órdenes asombrados, sin saber lo que estaba pasando. Había que cumplir, orden y disciplina era la base del ejército, no se podía cuestionar nada. Estaban obligados a trasladar a las muchachas de la ciudad subterránea a un barracón en la planta superior, y aquello no pintaba bien. En aquellas listas estaba el nombre de alguna prima de algún soldado, de alguna antigua compañera de clase, incluso de alguna novia y también de alguna exnovia. Todos los soldados procedían de la ciudad subterránea y el tema les traía de cabeza ¿Qué podían pretender en el exterior para querer retener a aquellas muchachas todas juntas en un barracón?

Ana estaba en el invernadero, con su madre, cuando los soldados interrumpieron su trabajo. En total se llevaron del invernadero a diez chicas que cumplían con las condiciones exigidas. Las metieron en la parte trasera de un furgón. Mientras subía, Ana miró a uno de los soldados y él apartó rápidamente la vista como si le hubiera pillado infraganti haciendo algo malo. Ana se acordaba de él, del colegio, no habían ido juntos a la misma clase porque el muchacho era un año mayor y estaba siempre un curos por delante ¿A dónde las llevarían? No podía ni imaginarse que los propios soldados desconocían la causa de aquel secuestro masivo.

Los soldados habían entrado en el invernadero. Se habían dirigido al capataz y le habían entregado un papel. Luego, uno de ellos se había puesto de pie en el centro y había comunicado con voz firme que iba a leer unos nombres y que las aludidas debían acudir junto a él y luego acompañarlos. Ni una explicación más.

Ana no pudo evitar pensar que, de un momento a otro, escucharía su nombre y sintió una oleada de terror cuando notó que su madre la cogía la mano y se la apretaba. Tan poco acostumbrada al contacto físico entre ellas, la situación le resultó aún más violenta. Entonces, no parecía que a la madre le importara que ella se lo hubiera buscado, como la reprochaba tantas veces que sucedería. No la increpó con un “te lo dije” triunfante, como Ana podía imaginar que haría el día que sucediera, el día que los soldados vinieran a buscarla por pertenecer a una cuadrilla revolucionaria. Sólo la apretó la mano, transmitiendo la angustia que sentía por ella en ese mismo momento.

¿Qué había pasado? A su cabeza acudían las miles de veces que su madre le había dicho que acabaría mal si seguía con Vélez. No la mandarían a un cuarto de aislamiento, para castigarla de esa forma no hubieran mandado un grupo entero de soldados. Tenía que ser que sabían de su implicación con un grupo subversivo que buscaba la forma de plagiar las cápsulas. Quizá aquel tal Plácido, que la miraba con lascivia, había dado el golpe en la fábrica y le habían pillado, podía haber confesado todo. Decían que los métodos que usaban para hacer confesar a los sospechosos de levantamiento no los podía aguantar nadie fácilmente.

Miró a su madre mientras se mordía un labio. ¿Tomarían también represalias contra ella y contra Siri? Jamás se lo perdonaría. De repente, le pareció que nada de lo que había estado haciendo con Vélez tenía sentido, que no iban a conseguir nada y que por su culpa, ahora, su madre y su hermana podían pagar las consecuencias de su inconsciencia. De manera egoísta odió a Vélez, como si él la hubiese obligado a tomar parte en aquella lucha. El miedo comenzó a apoderarse de ella y creyó que se echaría a llorar.

Entonces, el soldado comenzó a leer en voz alta los nombres, y Ana, confusa, veía caminar hacia él a muchachas como ella, pero no sabía de ninguna involucrada en el grupo. Su nombre fue el último que leyó el soldado. Aun así, ella ya estaba mucho más aliviada, aquello no podía tener nada que ver con sus actividades rebeldes, su madre y su hermana quedarían al margen. O no.

Su madre tardó en soltarla la mano y el soldado tuvo que repetir su nombre. Ana la miró y asintió con la cabeza tratando de transmitirla tranquilidad a pesar de que ella misma estaba temblando, aterrada y llena de miedos. Sin embargo, proteger a su madre de una situación cuanto menos angustiosa la insufló fuerza a sí misma.

En cuanto se cerraron las puertas del furgón las muchachas se miraron unas a otras. Conducía un soldado y llevaba a un compañero de copiloto, pero ninguno de los dos miraban a través de la reja que separaba la cabina de la parte trasera del furgón.

—¿A dónde nos llevan? —susurró una de las chicas más jóvenes. Se llamaba Camelia, Ana se acordaba de ella del colegio a pesar de que iba dos o tres cursos por debajo de ella. Le parecía una niña muy dulce.

—No lo sé —contestó la chica que tenía sentada al lado. El resto guardaron silencio.



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En el texto hay: romance, distopia

Editado: 06.03.2018

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