En teoría, la mayoría de los trotamundos todavía toma como referencia la temporalidad de cuando vivían como mortales, pero después de haber existido por más de dos revoluciones cósmicas como un ser etéreo, los años se vuelven como horas y los siglos apenas días. Con el tiempo, se te olvida el tiempo. Lewin no era la excepción. Llevaba tanto trabajando para el CAE que dejó de contar cuándo comenzó, pero eso no impedía que cada momento junto a la persona que amaba se extendiera de manera infinita en sus recuerdos; los besos eran tan largos como los gonios y los abrazos iban desde el nacimiento a la muerte de una estrella. Así se sentía estar con G’Hässan: perpetuo, como un verdadero para siempre.
Sin embargo, la soledad era más infinita cuando no podía estar junto a él.
Un hecho del que pudo darse cuenta después de haber estado en ambos extremos es que la soledad, incluso más que el amor, empuja a la gente a hacer locuras. Actos sin una lógica detrás que pueda explicarlos. Quizá porque la soledad puede engendrar a la desesperación más pura y extrema en cualquier persona.
Y así es como se sentía Lewin en ese momento: desesperado.
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—Los estudiantes de esta generación son… Decepcionantes —suspiró un hombre a otro que estaba parado a su lado; ambos aplaudían sin entusiasmo desde los asientos del fondo mientras el director de la Gran Academia nombraba a cada uno de los graduados, aunque uno tenía una cara risueña y el otro no disimulaba su apatía.
—Eso es cierto —concordó su amigo, el que tenía una seriedad impasible—. Solo ese chico tiene un futuro brillante.
Su interlocutor asintió con una sonrisa sin significado, pero no tenía ganas de hablar de “ese chico”, pues no disfrutaba de alabar a los hijos de otras personas, a excepción, claro, del hijo de su amigo.
El chico en boca del par de hombres se llamaba Louis y era el mejor graduado no solo de la generación, sino en todo un siglo. Sus logros eran suficientes para cortar el entusiasmo de los padres presentes alrededor de los dos amigos, pues en su opinión Louis no era más que un plebeyo que había robado la luz de sus hijos.
Pronto la ceremonia llegó a su fin.
—Oh, ahí viene Raizel —informó el hombre risueño a su amigo, para después saludar al susodicho—. Felicidades por graduarte, ¿fue difícil?
—Deja de consentirlo —se quejó el otro con el ceño fruncido, luego se dirigió a su hijo—. Despídete, vamos a casa.
Raizel asintió en silencio mientras veía a su padre caminar con prisa, sintiendo que se avergonzaba de estar a su lado, de que supieran que un descendiente de la noble familia Oilín tenía un hijo como él.
—Adiós, tío Connor —dijo sin entusiasmo.
—Espera —lo detuvo el hombre con su sonrisa tranquilizadora—. Te acercaré a la salida.
Sin esperar respuesta, el hombre, Connor, tomó las manijas de la silla de ruedas del joven y caminó a un ritmo lento.
—Tu padre no se avergüenza de ti —comentó como si supiera lo que pasaba por la mente de Raizel un momento atrás—. Él te quiere, solo que su cara no lo demuestra —agregó con una risa, pero continuó al discernir la falta de convencimiento del joven—. Hemos sido amigos desde la academia, hace más de treinta años y solo me sonrió dos veces. La primera fue cuando se enteró que tu madre estaba embarazada; la segunda, cuando me presentó al bebé que eras hace dieciocho años, y eso fue a pesar de…
A pesar de que nací siendo incapaz de caminar. Completó Raizel en su mente, un poco conmovido y menos inseguro. Por supuesto, todavía no tenía plena confianza, pues ser feliz de ser padre no significaba que casi dos décadas después no estuviera decepcionado de él.
—Nos vemos luego, tío Connor.
Después de que el hombre se fue, Raizel sintió que alguien más se acercaba por detrás.
—Primo —lo saludó una chica sin mucho aprecio. Al igual que él, llevaba la túnica de graduada—. Así que lo hiciste, te adelantaste un año y aún así te graduaste con éxito. Te felicitaría, pero eso es lo mínimo que se espera de alguien de nuestra familia.
La chica, Marian Oilín, empezó a empujar la silla de ruedas del joven. No parecía acostumbrada.
—Por supuesto, aunque tus esfuerzos merecen reconocimiento, no esperes heredar la posición que me corresponde, después de todo, mi papá es el hermano mayor y…
—No me interesa —la interrumpió Raizel.
—¿No te interesa? —Replicó Marian con incredulidad—. ¿Por qué?
—Quiero convertirme en un aventurero y entrar a La Torre —confesó el joven con calma.
—¿La Torre? No —negó la chica con la cabeza y se detuvo para pararse frente a él—. ¿Por qué no tienes otro sueño? ¿Cómo podrías ser aventurero si…?
—Ya sé que mis piernas son inútiles.
Con esa respuesta cortante y la molestia contenida, Raizel giró las ruedas de su silla para rodear a su prima.
—Espera, no —. Siguiendo detrás de él, pero sin intentar guiar su silla, Marian al fin dijo lo que en realidad quería decir—. Escuché lo de hace tres años.
Raizel se detuvo por un segundo antes de continuar como si no le importara.