Dejando atrás a la “quebranta huesos”, una construcción abandonada, que en sus mejores tiempos fue una empaquetadora de cemento, donde todavía se percibían los aromas a arcilla y piedras. El Espartaco miró por el retrovisor de su moto al viejo edificio. Max lo siguió. Cada uno contaba con una motocicleta para este tipo de actividades clandestinas que de vez en cuando debían hacer, para los casos en investigación o para situaciones como esta.
Rhett palpó el bolsillo izquierdo de su chaqueta con cuidado, buscando asegurarse de que allí seguía el celular que contenía el video grabado. Una confesión valiosa donde el guardia no solo admitía su protagonismo en el ataque a Farah, la manipulación del caso, sino también la participación del gobernador. Tal como anticiparon, apenas se sintió amenazado, el gendarme soltó con rapidez la información.
Ahora, solo quedaba enviarla, anónimamente, al Chicago Tribune fue la mejor opción para desenmascarar al gobernador, no en vano contaba con veintisiete Pulitzer en su haber. El Espartaco quería ver detenido y hasta enjuiciado a todo aquel que participó en la agresión de su mujer. Además, el deseo de confrontar a Stella lo dominaba, mas no era prudente todavía. Debía contenerse si no deseaba levantar sospechas.
Luego de dejar la moto en un estacionamiento apartado, donde dejó lo esperaba su auto. Regresó a casa rogando al cielo que Farah siguiera dormida. Al llegar a su departamento, el cual permanecía en silencio y obscuridad, Rhett al fin descansó de la tensión que lo embargó por varias horas. Se quitó los zapatos al entrar. Entró a su habitación dando pasos con cuidado, sin embargo, encontró a Farah de brazos cruzados, esperándolo.
—¿Dónde estabas, Rhett? Es tardísimo.
—Es que… —Pensó rápido el abogado—. No podía dormir. Ya sabes que no me fue nada bien en el juzgado hoy. Estaba alterado. Así que, salí a tomar algo con Max.
—Sabes que puedes hablar conmigo.
Farah se levantó y acarició su cabello.
—¿Qué le pasa al amor de mi vida? —dijo ella, pasando su dedo sobre los labios de Rhett, para besarlo después.
—Es que a veces, amor, un hombre necesita beber algo fuerte. Ya sabes. No te llevaría a un lugar así.
—Ah… Entonces fuiste a un bar, ¿no?
—Sí. Ya te dije que fui con Max. No estaba solo, señorita detective.
Farah carcajeó. Muchos pensamientos pasaron por su mente en su espera. No obstante, su esposo no lo dio antes ninguna razón para no creerle. Por lo que, con una expresión de absoluta incredulidad, Farah asintió, dando a entender que aceptaba la explicación.
—¿Y crees que puedas dormir ahora? ¿Estás bien?
—Sí, mi amor mío. Por supuesto que sí. Tomaré una ducha y regresaré contigo.
A primera hora de la mañana, el Chicago Tribune publicó el video y su reportaje sobre el ataque a la abogada Farah Ward. Rhett sonrió, en tanto le daba un sorbo a su café para disimular su alegría. Ahora sí podría enfrentar a Stella sin levantar sospechas.
En las noticias no podía darse nada por sentado todavía, pero este asunto dejaba bastante salpicados: al gobernador, la gendarmería de la prisión, así como a la policía, quienes después del caso de Austin Eagles, estaban más que avergonzada ante los contribuyentes.
La puerta de su oficina sonó. El Espartaco volteó a mirar, era Farah. Ya se imaginaba de qué le hablaría.
—¿Viste la información que circula las noticas en la televisión e internet? —Rhett asintió—. ¿El gobernador fue quien me mandó a golpear?
—Así parece, amor. Estoy igual de impactado que tú. No debió gustarle nada que tomáramos esos casos tan controversiales.
—¿A cuánta gente habrá silenciado de la misma manera? El viejo ese se veía igual de hipócrita que cualquier político, pero nunca imaginé que llegara a estos niveles tan bajos.
—Creo que más políticos de los que imaginamos recurren a esas tácticas. Nos sorprenderíamos, Farah —dijo el Espartaco con calma—. Me alegra que haya salido a la luz quien te hizo daño, esposa mía.
Se acercó y rodeó el rostro de Farah, que lucía delicado entre las fuertes manos de su centurión. Acarició cada una de aquellas mejillas que se sonrojaron.
—Rhett… —dijo Farah, mirándolo a los ojos—. No tuviste nada que ver en esto, ¿verdad?
—Por supuesto que no, amor. Pero… ¿Qué cosas dices? —preguntó entre carcajadas ante las ocurrencias de su mujer—. ¿Qué crees que soy? ¿The Punisher? Ese hombre está allí, torturado. No podría hacer algo así.
—Bueno… Solo espero que en un tiempo no me salgas con una de Clark Kent, y termines siendo el justiciero de la noche —Ambos rieron y se abrazaron con cariño.
Mas Farah era una mujer perspicaz. Así que, en tanto se hundía en el firme pecho de su esposo, perdida en su aroma, miró la infinita ciudad en el ventanal de la oficina, pensando extrañada, en lo raro que le resultaba el hecho de que su esposo no hubiese ido a hablarle al conocer la noticia. También llegó tarde la noche anterior. Ella no podía asegurar qué exactamente le incomodaba. Una corazonada. Un presentimiento. Algo no estaba bien.
Por la tarde, Rhett volvió a disculparse con su mujer. Cosa que no hizo desde que se casaron. Siempre cenaron juntos cada noche, excepto ese día. Con la excusa de una diligencia que no detalló. Farah observó a su esposo salir del bufete con destino incierto. El ascensor se cerró, llevándose consigo la imagen de su esposo, despidiéndose.
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Editado: 09.11.2024