Como era de esperar, la noticia sobre la muerte del gobernador se filtró con rapidez en los medios. Todos los noticieros de la noche presentaron sus reportajes, algunos buenos y completos, otros, sin el beneficio de las buenas fuentes ni recursos para pagarlas, no tanto.
El gobernador nunca fue una figura estima por la ciudad. Era un personaje pesado y petulante que se creía superior a los demás. Fue el típico político desbordante de cercanía y promesas, quien, al llegar al puesto, se olvidó de todos.
Rhett sintió alivio en tanto manejaba de regreso a casa. La ciudad se exhibía gloriosa delante de él. La luz de la luna atravesaba por donde los rascacielos se lo permitían, mezclándose con el alboroto peculiar de aquella noche.
El Espartaco no podría describir exactamente qué, pero algo se sentía en el ambiente. La gente corría, las sirenas de la policía se escuchaban más de lo normal y los bares parecían más atiborrados que cualquier noche de viernes.
La brisa característica de Chicago golpeó el auto de Rhett con fuerza, como si fuera un temporal. Sintió el golpe en la aceleración, como si algo lo detuviera, impidiéndole llegar a su destino. Sin embargo, a pesar de todos aquellos detalles, como si estuvieran hipnotizados, sus pensamientos terminaban en el mismo lugar: la negativa de Stella de haber participado en el atentado contra Farah. Simplemente, no le encontraba sentido.
Las preguntas aparecían una tras otra. ¿Qué interés podía tener el gobernador en Farah? ¿Se trataría de los casos en específico o habría algún interés más turbio detrás del ataque? ¿Acaso tendría relación con Joseph Ward y sus incontables enemigos? Ninguna de las posibles respuestas a esas preguntas le gustó al Espartaco, porque en todas, su mujer corría peligro.
Estacionó el auto en el estacionamiento de su condominio. Siempre le pareció carente de luces y blanco fácil de los mal amañados. De pronto y sin querer, empezó a evaluar cada aspecto sobre la seguridad del lugar donde vivía, pensando en Farah.
Bajó del auto con cansancio y desgano. El día fue largo y cansino, así como el anterior. Su teléfono sonó. Lo sacó de su bolsillo y miró: Era una llamada de Max.
—Dime —dijo sin saludar.
—Imagino que no has revisado las noticias ni tus redes sociales.
—No. Fui a hablar con Stella. Me dijo que no tuvo algo que ver con el atentado contra Farah, pero no le creo nada.
—Ya entiendo. Tienes la mente ocupada. Pues esta noticia te dejará todavía más desconectado: asesinaron al gobernador.
Rhett detuvo su andar en seco. Muchas preguntas lo abrumaron de repente. ¿Tendría que ver con la confesión del guardia? ¿Algún monstruo más poderoso despertó tras aquella revelación para acechar al gobernador? ¿Habría algo más grande y delicado detrás de todo este asunto? Solo se detuvo a pensar en que Farah y él, como abogados, quedaban en medio de aquella balacera y las balas perdidas nunca se veían venir.
—¿Aló?… —Max lo sacó de sus cavilaciones.
—Sí, sí… Aquí estoy. Solo… Me quedé pensando en cosas.
—Lo mismo me pasó a mí —admitió Max, quien caminaba de un lado a otro en su habitación—. Me parece que la confesión alborotó algo oscuro, Rhett. Tal vez ahora estamos metidos en algo más peligroso de lo que imaginamos.
—No nos acusarán de nada, Max. La policía no puede. No cuenta con los recursos ni con la astucia necesaria.
—Eso lo sé, hermano. Por supuesto que no me refiero a la policía, sino a gente más poderosa. De esos que tienen medios menos ortodoxos para descubrir cosas.
Rhett quedó en silencio. Max tenía razón.
—Entonces, tal vez Stella en verdad no tuvo que ver con esto, como afirmó.
—No sé qué pensar, viejo. Lo peor fueron las circunstancias de la muerte —comentó Max con preocupación.
—¿Qué circunstancias? —Rhett no sabía nada y eso lo llenaba de desesperación.
—¿Recuerdas al tipo que asesinaron, hace tiempo, al líder de los Boy Scouts?
—¿Al que mató Arthur Eagle? ¿Por el que confundieron a Austin Eagles?
—Sí, ese mismo. El gobernador murió bajo el mismo modus operandi. Escribieron en su cuerpo la palabra “Pedófilo” y dejaron un juguete viejo.
Las imágenes del crimen de hace diez años volvieron a surgir en la mente de Rhett. Él las analizó con cuidado al estudiar el caso de Austin. Y cada una era, sin duda, imposible de olvidar.
Max continuó explicando detalles:
—En el caso del Boy Scout, dejaron una pirámide de rosquillas de colores; pero en la escena del crimen del gobernador, dejaron un oso de peluche. Un modelo que ya no está en el mercado. Alguien guardó ese juguete por mucho tiempo, Rhett. Y esperó el momento indicado para dejarlo junto al cuerpo del gobernador —al decir eso, la piel de Max se erizó, porque alguien muy enojado mantuvo una paciencia depredadora por años; esperando, impasible, el momento perfecto para actuar.
El Espartaco tampoco pudo evitarlo. Sus pensamientos coincidieron con los de Max, aunque ninguno mencionara nada. Ambos habían enfrentado situaciones similares antes, sin embargo, la idea de estar en el camino de un posible asesino en serie, los llenaba de una absoluta incertidumbre. Por un par de segundos, que se sintieron largos, un silencio absoluto lo rodeó; y casi pudo escuchar su respiración y sus latidos.
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Editado: 09.11.2024