En la noche oscura del otoño, Marta se encontraba con su familia en casa, charlando de cualquier cosa, de repente sintió algo extraño.
Su madre se encontraba en la cocina y escuchó en la habitación un ruido, fue hacia allí con cuidado y al observar lo que estaba sucediendo, gritó llamando a todos los de la casa.
Marta estaba convulsionando de manera incomprensible, nunca lo había hecho antes, nadie sabía qué hacer, pero sabían qué no hacer. No debían retener su cuerpo.
Segundos después las convulsiones de Marta se detuvieron y su madre corrió a brindarle un paño húmedo y agua. Pablo, su hermano mayor entró corriendo a la habitación.
—¿Qué está pasando? —dijo con voz agitada.
—Tu hermana está teniendo convulsiones, debemos llevarla al médico urgentemente. —tomando en cuenta su situación económica, no tenían cómo pagar por la visita al médico, temían si se trataba de alguna enfermedad que arrastrara consigo un montón de dinero.
—No me siento bien... —fue lo único que dijo Marta.
El muchacho era quien trabajaba para mantener a la pobre familia, lo poco que conseguía servía para comida y agua. Tragó en seco y asintió sin protestar.
Justo cuando se iba, Marta volvió a caer en la cama sin control, convulsionando de nuevo, su cuerpo perdía todo el poder contra sí mismo.
—¡Debemos llevarla ahora! —gritó Pablo, la madre la tomó en brazos como pudo y avisó a todos que iría al médico, el cual quedaba a unos diez minutos.
Subieron al motor del hermano, después de que él lo hiciera primero. Varios tíos y primos decidieron ir detrás de ellos en otro motor por si pasaba cualquier imprevisto.
La joven Marta no dejaba de agitarse, la madre estaba desesperada y el hermano asustado. Arrancaron con velocidad hacia el médico, pasaron un par de casas y luego todo era un gran maizal que casi llegaba al cielo, las calles se transformaron en suelo despejado con un par de piedras que obstruían el camino. Las luces de la luna y los motores era lo único que iluminaban la oscura y fría.
Llegaron al médico, la madre corrió llevando a la joven al área de emergencia. La sala era fría, tenía un olor extraño, como a metal y medicina. Al principio nadie quiso atenderla porque tenía que cumplir un orden, pero después de haber derramado un par de lágrimas, la enfermera que iba pasando tuvo piedad.
Colocaron a Marta en cama, ella ya estaba tranquila pero cubierta de sudor. Dijo que le dolía la cabeza y los huesos. Dijo que no sabía porque se encontraba así.
Pasaron largos minutos y la madre molesta, fue a reclamar de porqué no la atendían.
Un doctor se acercó a la muchacha, sacó una linterna, miró sus ojos, hizo que abriera su boca e iluminó allí también. Se quitó su estetoscopio, lo colocó en su pecho, luego espalda y escuchó el ritmo de sus latidos. Tomó el tensiómetro, lo colocó en su mano, midió su presión, luego se dispuso a preguntar.
—¿Cómo te sientes? —habló fríamente.
—Me duele la cabeza, los huesos, no puedo respirar bien y estoy convulsionando.
—¿Ya esto había pasado antes? —preguntó y ella negó con la cabeza.— necesito tu identificación.
—No la traje conmigo, mi mamá me trajo.
—¿Dónde está ella?
—No sé. —respondió Marta con nerviosismo. El hombre la miró con disgusto.
—Bien, hay tres opciones, la primera sólo tienes depresión. —Marta estaba a punto de decir algo cuando volvió a caer en un temblor incontrolable. El doctor no se inmutó, y, como si nada pasara, siguió hablando. — la segunda es que tengas miedo y la tercera es que vas a morir. —Marta escuchó estas palabras distorsionadas en su mente, el terror estaba en sus ojos. Aquellas últimas palabras rebotaron una y otra vez en su mente, esta se dejó llevar, soltando los puños, suspendiendo su mente.
Los enfermeros corrieron a ella, intentando volverla en sí.