A veces pienso que la vida se empeña en ponerme frente a lo que más me cuesta aceptar: perder. Desde que me enteré de la enfermedad de Marco, no puedo dejar de pensar en lo poco que realmente lo había mirado, en lo mucho que pasé por alto. Siempre lo vi fuerte, con esa sonrisa que disimulaba todo… y ahora me doy cuenta de que yo hago lo mismo. Sonrío para que nadie vea lo rota que me siento por dentro.
Mis padres dicen que debo ser fuerte, que no me preocupe tanto, pero ¿cómo hacerlo si siento que en cualquier momento todo se puede derrumbar? Me esfuerzo en mostrar una parte de mí que parece invencible, la que sale a la feria, la que se burla, la que discute con Daniel o se ríe con Joseph. Pero, cuando me quedo sola, todo se desmorona y me siento pequeña, como si mi sonrisa no fuera mía, sino una máscara prestada.
Marco es como un espejo. Me doy cuenta de que también él fingía para que nosotros no viéramos cuánto le dolía. Tal vez por eso me duele tanto, porque ahora entiendo lo que significa ocultar la verdad con una sonrisa. Y eso me asusta… porque siento que algún día yo también me voy a quebrar frente a los demás, y no habrá manera de esconderlo.
Entré despacio a la habitación de Marco. La luz tenue hacía que su rostro se viera más cansado de lo normal, pero aun así, al verme, me sonrió con esa calma que siempre había tenido.
—¿Otra vez te escapaste a llorar por ahí? —me dijo con un tono medio burlón.
No pude evitar soltar una risa nerviosa.
—Tú deberías preocuparte por ti, no por mí —respondí, cruzándome de brazos.
Marco se acomodó en la cama, bajando la voz.
—Eli… no tienes que fingir tanto. No siempre tienes que sonreír como si nada te afectara. Yo sé que a veces te cansas, y está bien.
Sus palabras me tocaron más de lo que quería admitir. Me mordí los labios, porque si respondía en ese momento, iba a llorar otra vez.
—No me gusta que me veas débil —susurré.
—No es debilidad —replicó él, con suavidad—. Es lo que te hace real. Y eso es lo que más me gusta de ti, hermanita: que aunque te esfuerces en ocultarlo, tienes un corazón enorme.
Me senté en la silla a su lado, dejando que el silencio hablara por mí. Por un instante, me sentí menos sola.
Cuando salí de la habitación, mis padres estaban en la sala. Mi papá estaba intentando preparar café con la cafetera nueva… y claramente estaba perdiendo la batalla. Se veía más confundido que un niño en un examen de matemáticas.
—¿Eso se supone que es café o un experimento científico? —pregunté, con una media sonrisa.
Mi mamá soltó una risa ligera, y hasta yo tuve que cubrirme la boca para no reírme fuerte. El momento era simple, pero después de todo lo que había pasado, se sentía como un pequeño alivio, un respiro que no sabía cuánto necesitaba.
Al final, la cafetera terminó rindiéndose antes que mi papá. Se quedó mirando el desastre con cara de derrota, y yo no pude aguantar la risa.
—¿Ven por qué siempre digo que el café instantáneo es mejor? —dije, levantando las manos como si hubiera ganado una discusión de toda la vida.
—Eso no es café, eso es agua pintada —replicó mi papá, intentando defenderse, aunque en su voz había más risa que enojo.
Mi mamá negó con la cabeza, sonriendo como si otra vez fuéramos una familia normal, sin hospitales, sin preocupaciones. Solo nosotros.
Y por unos minutos, lo creí.
Me quedé mirando sus rostros, el ruido de las risas llenando el silencio que tanto había odiado. Pensé en Marco, en cómo siempre decía que los momentos simples eran los que realmente contaban. Tenía razón.
Respiré hondo y decidí que, aunque mañana todo pudiera complicarse de nuevo, al menos esa noche quería guardarla así: ligera, cálida, con la sensación de que todavía había algo bueno a lo que aferrarse