Cuando me di cuenta, ya estaba de regreso en el colegio. No entendía por qué siempre mis pensamientos me invadían, me destruían. Aunque, pensándolo bien, supongo que eso nos pasa a todos, ¿no? Nuestra propia mente nos obliga a encerrarnos, a negarnos, a cargar con cosas que nadie más ve.
Alguien interrumpió ese torbellino dentro de mí. Era Sofía, con esa sonrisa suya que parecía querer arreglarlo todo. A su lado venía Leonardo. Todavía no me gustaba verlo, quizá porque me dejé llevar demasiado en aquel momento y ahora no sabía bien cómo sentirme.
—Hola, ¿qué tal? —saludé, intentando sonar normal.
Sofía, con gesto disimulado, me abrazó fuerte.
—Perdóname —me dijo bajito—, por no haber estado contigo cuando más me necesitabas.
Le sonreí apenas, sin ganas de hacerla sentir peor.
—Ya, tranquila. No tienes que disculparte tanto.
Leonardo, detrás de ella, levantó una mano a modo de saludo. Su sonrisa era grande, sincera, de esas que incomodan cuando no estás en el mismo ánimo. Apenas la correspondí.
Caminamos juntos hacia el aula, aunque en realidad yo solo iba en automático. Los pasillos se me hacían más largos de lo normal. Entre risas, voces y lockers abriéndose, yo me sentía como en otro mundo.
De pronto, Sofía se inclinó un poco hacia mí.
—Si quieres… hoy después de clases vamos al parque. No a hacer nada grande, solo para que respires un poco.
La miré. Ella me conocía demasiado bien.
Asentí, sin pensarlo mucho.
—Sí, me vendría bien.
Y aunque intenté mantener mi mente en ese pequeño plan, mis ojos se desviaron sin querer hacia la esquina del pasillo… donde estaba Daniel. Reía de algo que decía Joseph, como si nada hubiera pasado. Como si yo no existiera.
Tragué saliva y desvié la mirada rápido.
Me repetí en silencio: no voy a pensar en él, no voy a pensar en él… Marco me necesita más.
Leonardo, que estaba detrás con una sonrisa incómoda, se rascó la nuca.
—Bueno, si necesitas que alguien te saque una sonrisa… siempre me puedes llamar. Soy un experto en chistes malos.
Sofía rodó los ojos y lo empujó suavemente. Yo no pude evitar sonreír, aunque fuera un poquito. Por un instante me sentí agradecida de tenerlos allí, como un refugio improvisado.
Caminamos juntos un rato, hablando de tonterías, de series, de música. Todo era tan normal que dolía, porque dentro de mí nada estaba normal.
Cuando Leonardo se adelantó para comprar algo en la cafetería, Sofía se quedó conmigo en un rincón del patio. Me tomó de la mano y me miró seria, como pocas veces lo hacía.
—Eli, ¿estás bien? —preguntó sin rodeos.
Abrí la boca, pero la cerré enseguida. ¿Cómo explicar lo que no entendía ni yo? Aun así, las palabras salieron, rotas pero reales.
—No sé qué hacer, Sofi… siento que me estoy rompiendo por dentro. Y aunque intento distraerme, siempre vuelvo a lo mismo. A ellos. A todo.
Sofía apretó más mi mano, como si quisiera pegarme a la realidad.
—Pues déjate cuidar un rato. No siempre tienes que cargar sola, ¿ok?
Sentí que mis ojos se llenaban de lágrimas, pero esta vez no eran pesadas. Eran suaves, como un desahogo que necesitaba desde hacía tiempo.
—Gracias —dije apenas en un hilo de voz.
Ella sonrió, y por primera vez en días, me sentí un poquito más ligera.
Cuando empecé a sentirme de nuevo como yo misma, comprendí que solo me quedaba una cosa por hacer: dejar atrás esos pensamientos que me encadenaban a Daniel. La única manera de liberarme sería mirarlo a los ojos sin temblar. Si podía hacerlo, entonces sería libre.
Con esa decisión acompañé a Leonardo hasta su casa, convencida de que aquel sería el momento para poner a prueba mi propia fuerza. Justo cuando me preparaba para dar ese paso, alguien me sujetó del brazo con suavidad, deteniendo mis pasos.
Giré lentamente, y ahí estaban: esos ojos cafés, tiernos, que parecían dos lunas partidas entre claridad y ruina. Ojos que alguna vez me habían desarmado sin esfuerzo.
Pero esta vez no dejé que me arrastraran. Lo miré con frialdad, clavando la vista en él como quien atraviesa una muralla invisible.
—Hola —dije con voz seca, apenas un saludo por cortesía.
Por dentro, mi corazón se agitaba como si quisiera escapar, pero mi rostro no mostró nada
Leonardo se despidió con un gesto rápido y entró a su casa. Yo respiré hondo, convencida de que por fin tendría un respiro. Pero, apenas avancé unos pasos, sentí que alguien me seguía. El eco de esos pasos se me clavaba en la espalda.
“Que no sea Daniel, que no sea Daniel”, repetía en mi mente, como si desearlo pudiera cambiar algo. Pero claro, mi suerte nunca ha sido tan buena.
—¿Cómo vas? —preguntó él, con esa voz que parecía querer sonar casual, pero que me atravesaba igual.
No lo miré demasiado, solo contesté lo justo:
—Bien.
Guardó silencio unos segundos, lo suficiente para incomodarme, y luego insistió:
—¿Te pasa algo?
Negué con la cabeza rápidamente, con una sonrisa falsa que se me deshacía en los labios.
—No, nada.
La verdad ardía en mi garganta, pero no la solté. No iba a decirle que todo lo que me pasaba era mas probable por su culpa
Cuando por fin me decidí a detenerme, respiré hondo y lo miré con seriedad. Sentía que las palabras se me atoraban, pero si no las decía en ese instante, me iba a quedar atrapada en el mismo círculo de siempre.
—Daniel… necesito que me dejes unos días para pensar. —Lo dije despacio, como si al pronunciarlo estuviera cortando algo dentro de mí. No quería que sonara cruel, pero tampoco podía seguir fingiendo que todo estaba bien. —No quiero tener más problemas… ni contigo, ni con nadie.
Él me miró fijamente, como si esperara algo distinto, otra respuesta, una excusa para quedarse. Pero al final, solo asintió.
—Está bien… si eso es lo que quieres.
Lo peor fue que no intentó convencerme, no dijo nada más. Solo se dio la vuelta y se fue, sin mirar atrás. Tal vez pensaba lo mismo que yo, que lo mejor era poner distancia.