Sin pensarlo llamé a Sofía, y ella vino de inmediato a mi casa. Apenas entró, le conté lo que había hecho: alejarme de Daniel por mi cuenta. No me juzgó, solo me miró con esa mezcla de complicidad y reproche que tanto la caracteriza.
—Deja eso ya —me dijo, casi como una orden—. Vamos de fiesta. El que te mire por ahí con lo hermosa que eres… que Daniel se lo pierda.
Antes de que pudiera responder, Sofía ya había tomado su celular y llamado a Leonardo y Joseph. Declaró, sin darme opción, que íbamos a ir a una fiesta cerca. Yo me quedé pensando si realmente estaba bien hacerlo, si era la mejor decisión en ese momento.
Cuando colgó, vi su expresión cambiar. Me miró con un gesto de sorpresa y algo de diversión.
—Este Daniel también vendrá… jeje.
Solo asentí, intentando mostrar indiferencia. Al fin y al cabo, ya no sería lo mismo entre nosotros. No importaba. Tenía que distraerme.
Me puse mi vestido negro corto y una chaqueta encima, buscando equilibrio entre atrevida y segura. Sofía eligió un vestido rosado que le quedaba perfecto y, como siempre, se encargó de mi maquillaje. Tenía un talento especial para la moda y, al mirarme al espejo, admití que había hecho magia conmigo.
El ambiente estaba mucho mejor de lo que esperaba. La música vibraba en el suelo, las luces cambiaban de color como si fueran olas, y por un momento me permití olvidar todo. Daniel aún no llegaba, lo cual me daba un respiro para soltarme y disfrutar.
De pronto, un chico se acercó. Alto, sonrisa fácil, mirada segura. Me saludó con un gesto tranquilo, pero antes de que pudiera responder, sus amigos lo jalaron hacia otro lado. Apenas tuve tiempo de seguirlo con la mirada, curiosa, hasta que Sofía me gritó casi en la oreja:
—¡Se llama Joel! —dijo emocionada—. Es uno de los mejores jugadores de baloncesto de la prepa. ¡Casi nunca se le ve en fiestas! Y encima es guapísimo, educado y… difícil de atrapar.
La miré de reojo, como si supiera todo de los chicos, y reí incrédula. No había terminado de procesar su comentario cuando alguien más me interrumpió: Joseph.
—¿Bailas? —preguntó con esa calma suya, tendiéndome la mano.
La música era rápida, con un toque tropical. Salsa, creo, aunque no estaba segura. Dudé apenas unos segundos, pero acepté. Joseph no era un gran bailarín, pero se reía de sí mismo cada vez que se equivocaba, y eso hacía que yo me relajara también. Por un rato, me dejé llevar por el ritmo y la ligereza de la situación.
Fue en medio de ese momento que lo vi: Daniel. Acababa de llegar. Estaba sentado en la mesa, serio, con los brazos cruzados y una copa en la mano. No me miraba directamente, pero sabía que me había visto. Y esa sensación me atravesó.
Intenté no darle importancia. Me aparté un poco de Joseph, con la excusa de dejar mi chaqueta en la silla, pero antes de que pudiera huir, alguien bloqueó mi camino.
—Hola de nuevo —era Joel. Esta vez sí me saludó, de frente, con esa sonrisa confiada que parecía iluminarle el rostro.
—Hola… —contesté, un poco sorprendida.
—¿Me darías un baile? —preguntó sin rodeos.
Asentí, sin pensarlo demasiado. Joel era distinto: su forma de mirarme, de extender la mano, de invitarme, tenía una seguridad tranquila que me atrapaba. En la pista, se movía con una naturalidad envidiable. Era evidente que hacía ejercicio: su cuerpo seguía el ritmo con fuerza, pero sin exagerar. Su cabello perfectamente arreglado, el brillo de sus ojos, todo en él parecía gritar que estaba acostumbrado a ser observado.
Mientras bailábamos, me encontré sonriendo. Joel sabía hablar en los silencios, con gestos, con giros que me hacían reír. Y por primera vez en mucho tiempo, sentí que podía distraerme.
Pero entonces, lo inevitable.
De reojo, mis ojos buscaron la mesa, y allí estaba Daniel. Su mirada, fija en mí, clavada como un ancla. No bailaba, no sonreía, no hacía nada… solo me observaba.
Ese peso en el aire fue suficiente para que mi corazón se agitara de nuevo.
Volví a mirar a Joel, concentrándome en el ritmo, en la risa, en el momento. No quería pensar. No quería sentir ese nudo en el estómago.
Pero sabía, con una certeza dolorosa, que esa noche iba a ser cualquier cosa… menos tranquila.
No me sentía cómoda. Ese baile, esa sonrisa confiada de Joel… todo iba bien hasta que noté cómo su mano se acercaba demasiado, hasta que sus dedos rozaron mi cabello como si tuviera derecho a hacerlo. No. Esto iba mal. Muy mal.
—Joel, mejor… mejor aquí lo dejamos —dije con voz firme, aunque mi corazón me temblaba.
Él me sonrió, pero sus ojos tenían un brillo extraño, como perdido. El olor a alcohol me golpeó en ese instante y entendí: estaba mareado.
—Solo un poco más… te ves preciosa —susurró, alargando la mano otra vez.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Con un movimiento brusco me zafé de su agarre y me aparté.
—Basta.
No esperé respuesta. Crucé la pista y salí hacia afuera, buscando aire, cualquier cosa que me alejara de esa sensación pegajosa. La música quedó atrás, como un eco ahogado. Respiré hondo, abrazándome a mí misma.
No tardó en alcanzarme.
—¿Qué bien te la pasabas, no? —era Daniel. Su voz sonaba entre contenida y herida.
Lo miré, sorprendida. —¿Qué haces aquí?
—Eso me pregunto yo —respondió, más serio—. ¿Por qué siempre termino siguiéndote? ¿Por qué nunca puedo estar tranquilo? Siempre aparezco en los momentos justos, ¿no?
—Daniel…
—¿No puedes entenderlo? —su mirada ardía—. Me enferma verte con alguien más. Dices que aceptaste mi decisión, que no pasa nada… pero yo no puedo. No quiero.
Sentí un nudo en la garganta.
—No es justo que digas eso ahora.
—No —sacudió la cabeza, como si hablara consigo mismo—. No es justo para ninguno de los dos. Pero no me pidas que me quede de brazos cruzados viéndote con otro. No lo soporto.
Di un paso atrás, mi corazón latiendo fuerte.