La mañana amaneció encapotada, con un cielo plomizo que amenazaba tormenta. Camila se despertó con el pecho apretado, sin entender si era por el sueño que apenas recordaba o por el mensaje que seguía sin responder en su teléfono.
Dejó que el agua de la ducha resbalara sobre su espalda, como intentando borrar la confusión que sentía. La noche anterior había sido una mezcla de confesiones, abrazos que duraban más de la cuenta y palabras susurradas que pesaban demasiado. Adrián se había mostrado vulnerable, y aunque no lo admitiera en voz alta, Camila sabía que esa era la primera vez que lo hacía en mucho tiempo.
Cuando salió del baño, su teléfono vibró de nuevo. Era un mensaje de Adrián:
"Ven al muelle esta noche. Te prometo que será distinto."
Camila respiró hondo. Parte de ella quería decir que no, mantenerse alejada de ese torbellino que amenazaba con consumirla. Pero había otra parte, la más testaruda, la que se había encaprichado con los misterios de Adrián desde aquella primera tarde en el café.
Esa parte ganó.
El muelle estaba casi desierto al anochecer. La ciudad parecía haberse refugiado de la amenaza de lluvia, y solo unos pocos pescadores de rostro curtido recogían sus redes.
Camila llegó con la cámara colgada al cuello, como siempre. La luz tenue del atardecer teñía todo de un tono melancólico. Adrián la esperaba sentado sobre una vieja barca de madera, con su guitarra apoyada a un lado y una botella de vino barata entre las manos.
—Pensé que no vendrías —dijo él, al verla.
—Pensé en no hacerlo —respondió ella, sincera.
Adrián sonrió, pero sus ojos seguían cargados de esa tristeza permanente que lo hacía tan atractivo como peligroso.
Se sentaron sin decir nada durante largos minutos, mirando el agua moverse con desgano. El sol se había escondido ya, y la única luz venía de los faroles viejos que titilaban en la distancia.
—Marcos y yo solíamos venir aquí —dijo Adrián de pronto, rompiendo el silencio—. Cuando no sabíamos a dónde más ir. Robábamos vino de la casa de mis padres y veníamos a tocar canciones estúpidas sobre la vida que creíamos tener asegurada.
Camila no dijo nada. Solo ajustó el foco de su cámara y disparó una foto sin que Adrián lo notara.
—La noche antes de que muriera, me pidió que me quedara —continuó él—. Que no saliera con Valeria. Que dejáramos todo y nos escapáramos a otro país. Tenía una idea absurda de ir a vivir a Lisboa, porque había visto una foto mía tocando en una esquina allá. Decía que allí empezaríamos de cero.
Camila lo observó, sin interrumpir.
—Pero no fui. Me fui con Valeria a una fiesta de mierda. Y cuando regresé... ya era tarde.
Camila sintió que el pecho se le apretaba.
—No fue tu culpa —murmuró.
Adrián rió, sin humor.
—Todo fue mi culpa, Camila. Todo. Por eso me escondo, por eso desaparezco cuando todo parece ir bien. Porque sé que, al final, termino arruinándolo.
La fotógrafa dejó su cámara a un lado y se sentó frente a él, tomándolo de las manos.
—No soy Valeria. Y tú no eres el mismo de entonces.
Adrián la miró, y por primera vez, pareció creerlo.
El cielo dejó caer unas primeras gotas. La lluvia llegó sin aviso, furiosa, obligándolos a correr hasta el viejo almacén de los muelles. Dentro olía a madera mojada y sal. Camila sacó una linterna de su mochila y recorrió el lugar con la luz.
Había viejos retratos, redes olvidadas y un piano desafinado cubierto de polvo.
Adrián se acercó y, sin pensarlo demasiado, pulsó una tecla. El sonido oxidado rompió el silencio.
—No toco desde que Marcos murió.
Camila le dedicó una sonrisa leve.
—Siempre hay una primera vez para volver.
Se sentó junto a él, y Adrián empezó a tocar con torpeza, encadenando acordes que sonaban como cicatrices. Ella grabó con su cámara aquel momento, sabiendo que era irrepetible.
La canción no tenía letra, pero contaba una historia. Y en medio de la melodía rota, Adrián la besó.
Fue distinto a todas las veces anteriores. No hubo urgencia, ni rabia, ni alcohol entre ellos. Fue un beso lento, cuidadoso, como si ambos supieran que estaban cruzando una línea sin retorno.
La lluvia golpeaba el techo de chapa. El muelle quedó desierto.
Se amaron allí, sobre el viejo piso de madera, con la lluvia de testigo y las manos explorando cicatrices físicas y emocionales.
Cuando el amanecer comenzó a despuntar, Camila despertó abrazada a él. Afuera, el cielo había limpiado sus nubes, y un primer rayo de sol se filtraba entre las rendijas.
Adrián dormía tranquilo. Por primera vez, sin pesadillas.
Camila besó su hombro y sonrió. Tal vez, pensó, a veces era posible encontrar refugio incluso en medio de las tormentas.
Salió al muelle a tomar fotografías de ese amanecer incierto, sabiendo que la historia apenas comenzaba.
Porque aunque las promesas se rompieran, había instantes, como ese, que valían por todos los errores del pasado.