Entre Llantos y Sonrisas

Primer Rayo de Sol

CAPÍTULO II

Un año transcurrió y vino una familia a adoptarme. Para ese entonces, yo ya era completamente diferente a como era antes. No me importaba nada ni nadie. Prefería estar solo y alejarme de todos. Me daba igual si me adoptaban o pasaba mi vida entera en el orfanato. No me importaba.

Aunque debo admitir que esa familia hizo que me tragara mis palabras con todo y cuchara. No me había sentido en tanta paz antes que cuando estaba con ellos.

Mis padres adoptivos trabajaban mucho y casi no pasaban en casa, por lo que yo vivía con sus padres.

Ya podrán imaginarse lo difícil que es para un niño de nueve años decirle “papá” o “mamá” o “abuelitos” a personas que sabe bien que no lo son.

Por ese motivo yo procuraba mantenerme en silencio casi todo el día. Me portaba muy indiferente y solo salía de mi habitación para comer o ir al baño.

No me gustaba estar ahí desde un principio y todo en lo que podía pensar era cómo sería mi vida si Alan no me hubiera dejado tan pronto. Aún había muchas cosas que quería saber, aprender y hacer con él. Se supone que seríamos amigos de por vida, y fue el primero en perder la suya. Nunca lo perdonaré por dejarme de esa manera y no haberme contado lo que le pasaba. Me duele recordar tantos años y que ninguno de aquellos yo me detuve a pensar qué diablos estaba pasando.

Las primeras semanas con ellos fueron muy pacíficas. Vivir con ancianos es muy callado y divertido. Durante los almuerzos, mi abuelo solía contarme historias de su infancia y juventud. Yo nunca respondía, pero mis risas eran suficiente para que él siguiera contándome sus anécdotas.

Poco a poco, me volví más apegado a ellos. Salía a pagar las facturas con mi abuelito y salíamos al parque a jugar. Me compraba bastantes juguetes y jugaba conmigo; veíamos caricaturas juntos y me acompañaba cuando tenía una pesadilla.

Ahora que lo pienso; esos días son el perfecto ejemplo de la felicidad que no supe aprovechar.

Mi abuelita, por su lado, era algo diferente. Con ella hablaba sobre cualquier cosa que quería. Tenía una sazón para cocinar sublime y cada día esperaba que sea la hora del almuerzo solo para probar su comida.

También solía jugar conmigo. Cuando mi abuelito salía a hacer compras o algo así y no podía llevarme, me quedaba en casa con mi abuelita. Ella no tenía mucha experiencia con los juegos, pero siempre se esforzaba para hacerme sentir lo más normal posible. Jugábamos fútbol, a encontrar el tesoro y me tejía peluches que hasta ahora conservo.

Sin duda fue la primera vez que sentí un amor de verdaderos padres.

Un día estábamos jugando en el patio y me tropecé. Me lastimé mucho el brazo y no podía dejar de llorar.

Mi abuelita preparó una pomada con plantas y mi abuelito trataba de tranquilizarme contándome de todo.

-Mira, escucha, escucha -decía-, cuando yo era joven, me fui a la guerra, si te conté, ¿no?

-Si… -le respondí sollozando y limpiando mis lágrimas.

-Ya, déjame que te cuente, verás. Yo estaba ahí en trincheras, abrazando mi rifle. A mi lado derecho estaba el sargento de brigada y al izquierdo tenía a mi compañero. Entonces, verás lo que pasa. Me levanto para atacar y… ¡¡¡FIUUUUM!!! Que me dan un tiro aquí, mira -levantó su camiseta y me mostró una cicatriz que tenía en el estómago. Ahora sé que esa cicatriz la tenía por apendicitis-. Entonces yo que grito ¡¡¡¡AAAAHHHHHHHHHHHHH AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHH!!!! Un dolor pero insoportable así que ni te imaginas.

-Y… ¿y luego qué pasó?

-Luego, el sargento me grita “¡Cabo! ¡No grite que nos van a encontrar!” Entonces yo tenía que quedarme callado, pues. Y con un disparo, difícil estaba. Pero me quedé callado hasta que me atendieron y ganamos la guerra, para que veas.

-¿No te dolió?

-No me dolió, dice. ¡Obvio que dolió! Pero de eso se aprende, pues. Déjate curar por la abuelita y sigamos jugando, que con llantos no se gana una guerra.

Sus palabras me cambiaron. Hicieron de mi alguien que no volvería a llorar con facilidad. Alguien resistente al dolor. Si mi abuelito pudo soportar una bala, ¿por qué yo no me puedo aguantar unos cuantos moretones? Desde ese día, hice una promesa conmigo mismo y con mi abuelito.

Levanté la mirada, limpié mis lágrimas y le dije muy decidido:

-¡Abuelito, te prometo que no volveré a llorar. No importa lo que me pase ni cuánto me lastime, juro que no volveré a derramar una sola lágrima!

Él sonrió. Tal vez no era la respuesta que quería, pero sí la que necesitaba. Se había convertido en mi primera figura paterna; en un ejemplo a seguir. Quería ser alguien como mi abuelito así que empecé a pedirle que me contara sus historias; cómo era su infancia y juventud. Quería saber por lo que él pasó para saber cómo alcanzarlo. Además, muchas de las cosas que me contó pueden servir para un buen cuento…

Los días con ellos pasaron de ser lo más incómodo que pude imaginar a ser los mejores momentos de toda mi infancia.

Aprendí muchísimas cosas con ellos, como por ejemplo; ciertos toques en la cocina y a tocar la guitarra. Mi abuelito solía ser muy bueno y me enseñaba de vez en cuando.



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En el texto hay: superacion, abandono, dolor moral

Editado: 19.01.2021

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