Entre luces y sombras: Los olvidados.

Capítulo 6. Joseph – El pasado (1988 - 1995)

La educación no fue nunca el fuerte en la casa de Joseph, su padre un campesino que por asares de la vida termino viviendo en la urbanización allá cerca a Medellín era completamente alejado de las letras, y su habilidad para las matemáticas estaba relacionada únicamente con las cuentas que realizaba a diario cuando era un pequeño trabajando para la tienda de un tío o algún conocido con el pequeño propósito de ayudar financieramente en su hogar. Joseph para entonces era un clon de su padre, obligado de forma casi gubernamental a estudiar en el colegio público, aquel más próximo a su hogar. Iba por todo menos por las ganas de hacerlo, estudiaba de la forma más modesta y mediocre posible, alcanzando incluso un punto de desidia que superaba la irresponsabilidad. Cualquier académico pensaría que su forma de ser era causa de un nivel académico completamente negativo o bajo, pero se sorprendería al darse cuenta de que no sería así, a la defensa de los teóricos sobre el comportamiento humano, no existe relación alguna entre una disciplina bien marcada y una inteligencia desbordante.

 

El docente promedio se convierte en un individuo frío, egoísta y vanidoso, donde su conocimiento es su única virtud, y no permite que nadie juzgue su forma de pensar o ser. Aunque suene a cliché, también existen los maestros, que son diferentes, aquellos que dudan incluso de su propio conocimiento. Son humildes servidores de los estudiantes, los que comprenden y aceptan la imperfección de su enseñanza y la perfección del pensamiento de sus alumnos.

 

Joseph se encontró con uno de esos últimos. Este “maestro” descubrió algo que ni él mismo había logrado descubrir antes: entendió que a veces las mentes más brillantes se esconden en personas que parecen irresponsables. Comprendió que el principal problema de muchos de ellos, incluyendo a Joseph, era que su existencia estaba cerrada en un mundo de futuros seguros, objetivos sencillos y apuestas pequeñas.

 

Lo que nos impulsa a convertirnos en individuos excepcionales, incluso sombras mejoradas de nuestro pasado llenas de madurez y logros, es, paradójicamente, la envidia. Fue precisamente esa envidia la que aquel “maestro”, a quien Joseph ni siquiera recuerda su nombre, se esforzó en inculcarle con viajes educativos a las élites de la ciudad, a las oficinas y salas de juntas de gerentes millonarios y administradores exitosos. Causa suficiente de un amor apasionado por convertirse en algo similar, en algo mejor, causa suficiente como para que años después considerara de forma sorprendente comenzar una carrera profesional.

 

Los primeros semestres (1988) en la Universidad fueron difíciles, es duro desapegarse de las costumbres, y más aún cuando tus comportamientos tal como en algún momento temiste van en contra de lo que tus padres esperan, esos mismos a los que, aunque duela, les debes la vida. Durante sus largas jornadas educativas, debía responder de forma adecuada con sus obligaciones laborales producto de la intensidad de su padre. Trabajaba para entonces como conserje en una tienda del barrio, era toda una montaña rusa, cuando su responsabilidad era la caja, y su función más importante saber contar el dinero el tiempo se pasaba de forma inesperadamente rápida y sentía que ganarse algunos pesos no era cosa del otro mundo, por otro lado, cuando debía enfrentarse a la organización de estantes o la limpieza, incluido en ella triturar la basura, era cuando hacía valer otro de esos dichos famosos: “trabajar es tan maluco que por eso pagan”.

 

Joseph siempre fue una persona introvertida, sumergida en sus propios pensamientos, los cuales podían ser invasivos en ocasiones. Algunos días, mientras realizaba la tarea de triturar alimentos vencidos, se encontró lidiando con un flujo extraño de pensamientos que lo llevó a considerar las supuestas virtudes espirituales de deshacerse de restos humanos. Se imaginaba en una pequeña habitación, perfectamente cuadrada y no veía ningún obstáculo relacionado con los riesgos de llevar a cabo semejante atrocidad, tales como si alguien lo estuviera observando. En su mente, tanto el día como la noche eran igualmente irrelevantes.

 

Se veía a sí mismo usando uno de los tubos de metal, destinados originalmente a desechos, para propinar un golpe contundente en la nuca de alguna víctima, preferiblemente un hombre. Le parecía indigno considerar hacerle daño a una mujer, un anciano o un niño. Abusar de la fuerza conferida por la naturaleza le parecía denigrante, y estaba decidido a mantener su alma y su integridad moral intactas hasta el fin de los tiempos.

 

No importaba si el golpe solo dejaba inconsciente al otro ser humano, pues en su mente la escena de terror posterior debía realizarse, en el mejor de los casos la víctima moría al instante y la sucesión de sufrimiento era irrelevante para su sistema nervioso. Por otro lado, en el caso en que no hubiese muerto, no tardaría en hacerlo. Joseph entonces comenzaría su ritual, iniciaría con algún producto de limpieza de esos que te dice en las advertencias que no entre en contacto con la piel, lo vertería de forma lenta y controlada sobre la cara de aquel cuerpo inerte, esperaría pacientemente hasta que comenzara a desfigurarse, empezando por los ojos, esos que independiente de su color terminarían blancos o negros. Si sus cálculos son correctos no necesitaría más y podría ver como se empieza a deshacer la piel del rostro, hasta dejar al descubierto su dentadura, la misma que no aguantaría ver, que seguro sería una sonrisa macabra y terminaría tumbando a golpes con el tubo que previamente ya ha utilizado. El resto del cuerpo sería algo más sencillo, utilizaría un cuchillo, el primero que tuviera a su alcance, y antes de cercenarle el corazón con una puñalada sórdida le cortaría uno por uno los dedos y los iría triturando, mientras la escena en que la sangre salpica sobre su rostro y comienza a llenar sus fosas nasales de hierro aumenta la excitación del momento. Luego de tener un cuerpo desfigurado, sin dedos y seguramente sin vida, tendría que terminar de deshacerse de él, y en ese punto, esa inyección de adrenalina opacaría el miedo y los siguientes cortes, los siguientes procesos de trituración no serían limpios. En la ropa de la víctima Joseph solo vería trofeos, no obstante, tantos trapos solo estorbarían y seguro al final terminaría deshaciéndose de todo, entonces seguro guardaría su cartera, su reloj, cualquier accesorio que encontrara en su camino mientras termina de descuartizar aquel pedazo de carne, aquel que antes tenía vida y sueños. Pero como ya sabemos, eso solo eran pensamientos, pensamientos invasivos que inundaban su mente.




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