En honor al evento de mañana, incluso me liberaron de las clases, aunque no me dejaron descansar del todo: me obligaron a estudiar un manual de comportamiento durante las ceremonias, escrito a mano. Cada trazo de aquella letra irregular me crispaba los nervios. ¿De verdad querían que creyera que en toda esta Casa no existía un compendio oficial de rituales? ¿Cómo Karis, tan meticulosa y orgullosa, había tenido que rebajarse a escribirlo todo punto por punto? No. Eso no tenía sentido. Lo que sí tenía sentido era la verdad incómoda: no querían que yo lo supiera todo. Algo me ocultaban. Y esa sospecha me ardía en el estómago como un veneno.
¿El motivo? Podía ser cualquiera. Que el ritual conmigo fuera distinto. Que temieran que me negara al matrimonio si descubría lo que me esperaba. O, peor aún, que yo misma no fuera más que un experimento. Cada posibilidad era más inquietante que la anterior. No importaba la respuesta: todas me convertían en un simple instrumento. Y esa idea me revolvía la sangre.
Siendo terca y testaruda —como siempre me habían reprochado— decidí hacer lo que mejor sabía: buscar por mi cuenta. La biblioteca era la única esperanza, aunque, en el fondo, estaba casi segura de no hallar nada. Ellos no eran estúpidos. Sus secretos estaban blindados, y yo no era más que una invitada tolerada… hasta que mañana dejara de serlo.
De nuevo me asaltó esa sensación viscosa: algo se me escapaba, algún detalle crucial que no lograba atrapar. Itarón siempre había evitado hablar del dichoso Vínculo, de cómo me había alcanzado en la Tierra. Ese silencio empezaba a parecerme cada vez más calculado, más siniestro. Sentí que caminaba sobre un tablero de ajedrez en el que las piezas ya habían sido movidas mucho antes de que yo entrara en juego.
Revisaba por enésima vez los libros cuando un pensamiento se abrió paso en mi mente como una chispa traviesa: ¿y si hablaba directamente con Art? Por su manera de comportarse, parecía odiar esta boda tanto como yo. Tal vez, unidos por nuestra mutua repulsión, pudiéramos idear una salida. Una conspiración a dos.
Me deslicé fuera de mi habitación, asegurándome de que no hubiera nadie en el pasillo, y avancé hacia aquel corredor sin salida donde tres puertas idénticas se alineaban como guardianas mudas. Para mi sorpresa, una cedió con un simple giro del picaporte. El corazón me dio un vuelco: jamás pensé que estaría tan fácil.
Dentro, el aire era frío, impregnado de una sobriedad casi militar. Sala de estar plateada, sofá, sillones, chimenea apagada. La habitación era masculina hasta los huesos. Pero fue al entrar en el dormitorio cuando la indignación me atravesó como un rayo. Una cama amplia con cubrecama negro y plateado, un dosel verde oscuro, alfombra espesa, armas brillando en las paredes… y, sobre todo, objetos de otro mundo: unos auriculares inalámbricos, una cámara de foto e incluso un portátil. El corazón me palpitó con furia. ¿Por qué él podía traer lo que quisiera y yo no? ¿Por qué yo debía renunciar a mi vida, a mis cosas, a mi identidad, mientras él disfrutaba de estas cosas de mi mundo? ¡Qué injusticia brutal! Sentí que las paredes se estrechaban alrededor de mí, como si aquel cuarto no fuera una habitación, sino una acusación.
Un crujido me hizo contener la respiración. La puerta del balcón se abrió de golpe y dos voces irrumpieron en la estancia. El pánico me sacudió como un látigo: sin pensarlo, me lancé tras un armario, con el corazón golpeándome las costillas. Desde allí escuché, y pronto comprendí que las voces no estaban en la habitación… sino en el balcón vecino. Me arrastré hasta la ventana, cada músculo en tensión, y me asomé lo justo para oír.
—Hoy todo debe salir perfecto. Art ya no aguanta más, se le acaban las fuerzas —la voz de Karis era un cuchillo helado que me cortó la sangre.
—Bah, lo soportará —replicó Mir con calma venenosa—. Él nunca quiso ser mago ni gobernar. Cuando toda su fuerza pase a mí y, además, nos dé un hijo, nuestra posición será intocable.
Mi piel se erizó. Aquellas palabras rezumaban cálculo y ambición, frías como acero.
—Seremos los primeros en conseguirlo —se entusiasmó Karis—. Pero no lo comprendo… ¿por qué él es más fuerte que tú? ¡Tú eres el primogénito, no él!
—Ya no importa —cortó Mir, con un deje de desprecio—. Ahora tenemos a la chica. Con ella, nuestra Casa alcanzará el poder que merece.
Hubo un breve silencio, roto por la voz inquieta de Karis:
—Lo fundamental es que él no cambie de idea ni interfiera en el ritual. Dice que siente… verdadera llamada.
—¡Tonterías! —espetó Mir, irritado—. Ese idiota no siente más que simpatía, o, en el peor de los casos, un enamoramiento estúpido. Ya lo sabías: todo estaba previsto en nuestro plan.
—¿Y estás seguro de que no le pasará nada? —insistió ella, con un atisbo de duda.
Mir resopló, fastidiado.
—Ya lo hemos hablado. Yo ocuparé su lugar. Y él… regresará a ese lugar que tanto le gustó.
El tono se endureció aún más, cargado de rencor.
—Tienes razón, hijo —suspiró Karis, ahora más tranquila—. Igual que su padre: un soñador inútil. Ni siquiera consiguió una Valisa en condiciones. ¿Cómo pensaba fortalecer la Casa?
La risa de Mir retumbó, grave y oscura, tan cargada de maldad que me recorrió un escalofrío desde la nuca hasta los pies.
—Por eso lo haremos nosotros. La Casa será nuestra.
Hubo pasos, un portazo. El silencio volvió a la habitación. Yo permanecí helada, clavada en mi escondite, con la certeza quemándome por dentro: acababa de escuchar una conspiración que podía sellar no solo mi destino, sino también el de Art.
¿Ocupar su lugar? ¿Toda su fuerza? ¿Un hijo? ¿De qué hablaban exactamente? Aquellas palabras me taladraban como dagas, pero cada una se me escapaba, como humo imposible de atrapar. Sentía que algo monstruoso se cernía sobre mí y, sin embargo, no alcanzaba a verlo.
—¿Qué haces aquí?