Alejandro e Isabel comenzaron a verse regularmente, ya fuera en el café donde se habían conocido, paseando por las calles empedradas de Madrid o disfrutando de una cena en uno de sus numerosos restaurantes. Con cada encuentro, Isabel descubría algo nuevo y fascinante sobre Alejandro. Y cada descubrimiento la atraía más hacia él.
A Alejandro también le cautivaba Isabel. Su pasión por la escritura, su agudo ingenio y su personalidad cálida se alineaban de manera misteriosa con su propia personalidad. Comenzó a darse cuenta de que su atracción por ella iba más allá de su belleza física. Había algo en su espíritu, en su forma de ser, que lo llamaba.
Un día, mientras paseaban por el Parque del Retiro, Alejandro se detuvo frente al Palacio de Cristal. El edificio de vidrio brillaba con los colores del atardecer, y el reflejo de Isabel en el cristal parecía parte de una pintura.
"Eres increíble, Isabel," dijo Alejandro, su voz llena de admiración.
Isabel se volvió hacia él, sorprendida por el tono de su voz. "¿Cómo así?"
"Siempre estás tan llena de vida, tan apasionada por lo que haces. Me inspiras," explicó Alejandro.
Las palabras de Alejandro llenaron a Isabel de una calidez indescriptible. Sin pensar, se acercó y le dio un rápido beso en la mejilla. "Y tú a mí, Alejandro," respondió, su voz apenas audible.
El corazón de Alejandro latía con fuerza en su pecho mientras observaba a Isabel alejarse para admirar más de cerca el Palacio de Cristal. No podía dejar de pensar en el suave tacto de sus labios en su mejilla. Se preguntó si sentiría lo mismo si esos labios se encontraran con los suyos.
Y en ese momento, ambos sintieron una profunda certeza en sus corazones. Aunque ni Isabel ni Alejandro podían prever el futuro, sabían que estaban en el camino de algo maravilloso.