Se me dibujaba una sonrisa de oreja a oreja. Ansiaba verle las expresiones a ese viejo cuando le contara lo del teatro.
Bordé el puerto hasta ubicar la única cabina. Tras el ventanal, divisé la cara del guardia interrogando el móvil. Le di un papirotazo al vidrio, y de inmediato acudió a abrir.
—¡Libo! —dijo con asombro. Se amarraba la camisa con un solo botón, exhibiendo orgulloso su prominente barriga.
—¿Sabes cuánto le queda a Bob?
Ojeó con atención la planilla mientras musitaba su nombre. De repente, levantó el rostro introspectivo.
—Claro —se frotó la pelada para extraer el recuerdo—. Hoy se retiró temprano, iba a prepararte una fiesta sorpresa —comentó y al instante se le trabó la respiración.
¿Eh?
—¡Ay! Esta boquita que me pierde... —rió avergonzado—. De cualquier modo, felicidades por graduarte, se lo mencionó a todos los pesqueros.
Disparé un bufido en completa decepción. Le agradecí y eché a correr. Ese viejo irritable siempre hacía lo que le daba la gana.
Se me escapó una carcajada. Me era chistoso llamarlo así.
A pesar de tener cuarenta años, él manifestaba con seriedad que envejeció de golpe cuando me sostuvo en brazos. Había salido a tirar la basura, como cualquier noche, cuando de pronto oyó el llanto de un bebé.
Siempre repetía lo mismo: —Ese día había mucha gente dando vueltas por la ciudad, pero nadie era capaz de notarte. Eras como un pequeño parásito al que todos querían evitar.
Luego de afirmar semejante atrocidad, golpeaba su pecho altanero: —Yo fui el único que te pescó.
Él era mi padre. El único capaz de pescarme.
Y mientras corria a mi hogar...
Un reggaetón a tope invadía la casa y los pasos danzaban alrededor de la mesa. Se tomó un suspiro para acomodar el pastel azul en la mesada. Bob lo sabía, los detalles hacen a las obras ser maestras, y por ello, había encargado que le plasmarán una bacteria sobre el centro, recreando el primer vistazo que tuvo con su hijo. Y de color verde porque su carita se empapaba con los pétalos del arbusto.
La observó con detenimiento, tal vez encontraba alguna falla, o excusa para untar el dedo, cuando de pronto, la puerta por fin llamó.
A pasos cortos, pero apresurados se puso el bonete azul con brillitos, agarró el matasuegras y pateando los globos en el suelo, abrió la puerta.
—¡Felicidades!... —contuvo sus palabras—. ¿Quiénes son ustedes?
La pelirroja miró al grandote. Eran tres metros de pura musculatura, su rostro se cubría de barba desaseada y clavó los ojos amarillos, similares a los de un leopardo, dentro de la casa.
—¿Es él? —señaló a Bob, inexpresiva.
Su compañero meneó la nariz y en su cabeza cada cosa cobraba color.
—Vive aquí —afirmó con voz ronca y poderosa.
Bob advirtió el trozo de tela entre las garras del gigante y el silbato resbaló de su mano imaginando lo peor.
La muchacha pelirroja sabía que era una batalla contrarreloj, consciente de la situación, ya percibía la tormenta acechando sobre sus cabezas, posiblemente por culpa del inadaptado oficinista que le había enseñado su cara a uno de los decimales. Y fue por ello que sonaron las alarmas en el "Principio del fin".
En aquel misterioso lugar se alzaba un alcázar.
El hombre caminaba con una secuencia. Iba hacia la esquina y regresaba a ojear el monitor, así estuvo durante largos minutos. Su larga barba blanca se meneaba sobre el pecho, cada tanto revelaba el eslogan de "Dream" en el suéter de lana.
Entre una de esas caminatas, el monitor finalmente habló.
—Director... —Se oyó una interferencia, pero el mensaje continuó con claridad—. Localizamos a Luna.
Lanzó su puño al aire. Se inclinó rápidamente y presionó la tecla que destapaba el audio apretando sus dientes.
—Los quiero fuera de mi planeta.
Observó el reloj en la pared, aún por la noche, las manecillas se mantenían girando.
Regresando a Islandia, yo no tenía idea que cara poner. El panzón arruinó la sorpresa.
Al pisar el jardín, mis pupilas se iluminaron. ¡Eran globos con luces! Guirnaldas esparcidas por los ventanales, y por encima de la puerta, el cartel de "Felicidades" multicolor. Ese viejo sí que sabía cómo llamar la atención.
Tenía que golpear desenfrenadamente, formaba parte de nuestra rutina. Él me decía: —"Si la gente te ignora, hazlos exasperar hasta que dejen de ignorarte".
Sin embargo, la puerta estaba entreabierta. Con cuidado, la abrí un poco más, con temor a que los confites me explotaran en la cara.
No pasó. Nada de lo que pensaba sucedió.
¿Qué era todo esto?
¿Qué era todo ese desorden?
La mesa donde comíamos estaba partida a la mitad, un pastel se desparramaba por el suelo, la luz titilaba, el fuego de la chimenea estaba a punto de apagarse.
—¡Papá!
Oí un gemido y me apresuré a la cocina.
No fui capaz de mover un centímetro más, mi rostro se detuvo en el tiempo contrastando con el constante tic-tac del reloj en la pared.
—Lo siento, he llegado tarde —habló el tipo de cabello blanco, el mismo que había visto hace un instante.
Dejó reposando la espalda de mi padre sobre la pared con cuidado.
—Debo irme, en serio... Lo siento —el rayo destrozó la ventana de la cocina y desapareció.
Observé alrededor sin entender por qué todo se empapaba de sangre.
No.
No iba a acercarme.
Su pupila se alzó para mirarme, y con esfuerzo me enseñó una débil sonrisa.
—Que alivio... Me tenias preocupado —logró decir con dificultad.
El pecho me oprimía de forma incontrolable. Traté de buscar las palabras. Cierto.
—Es otra de tus bromas, ¿no?
Lo sabía. Así funcionábamos.
No tenía sentido que estuviera así. Era inexplicable. Todo se basaba en una actuación.
Editado: 22.02.2024