Sofía se levantó al amanecer y Pipo la siguió.
—Es muy temprano, al rato vas a querer otra vez. Espera a que salga de bañarme.
Pero no era comida lo que quería, sino no quedarse solo, porque tal vez ella no podía ver las presencias, pero él sí.
Braulio se acercó al animalito para que se familiarizara con él y hacerle saber que no estaba ahí para hacerle daño. Ni a él, ni a la mujer. Debía haber una forma mejor para lograr qué lo ayudara, que no implicara aterrorizar a nadie.
Sofía acostumbraba escuchar música mientras se bañaba, así lograba despertar mejor, permaneciendo alerta y animada el resto del día.
Braulio intentaba descifrar de dónde provenía el sonido, pues no veía ninguna grabadora o radio. También se preguntaba cómo lograba percibir el sonido tan claramente, siendo un espíritu descarnado.
Era un alivio poder salir del maldito bucle al que fue condenado por lanzarse del campanario. Lo único qué lamentaba y mucho, era el horrible espectáculo qué dio cuando cayó y se dio contra el suelo.
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El padre Franco barría la parte frente al campanario, en la parroquia de San Francisco de Asís.
Todos conocían la historia de esa mancha que se negaba a borrarse del piso de tile y sobre la que estaba pasando la escoba ahora mismo de forma vigorosa para tratar de quitarla con una mezcla de cloro y desengrasante, pero era inútil.
Habían cambiado el piso dos veces en treinta años, pero hicieran lo que hicieran, siempre volvía a aparecer cómo un recordatorio espeluznante de lo que ahí sucedió.
—No se agote, hermano —dijo Fray José—, esa mancha no va a desaparecer.
—¿Pues qué es?
—Sangre.
—¿Sangre? —preguntó Franco asombrado— ¿Está seguro?
—Seguro, lo que se dice seguro, pues no. Pero es lo que se cuenta por aquí. Usted acaba de llegar, hermano, pero hay una historia tan triste como asombrosa respecto a esa mancha y sucedió hace treinta y seis años en esta parroquia ¿Quiere que se la cuente?
—No, así está bien.
—Todo sucedió hace treinta y seis años, como le dije —continuó.
—Está bien, entonces cuénteme, si quiere.
—Le hará bien, así no insistirá en quitar la mancha.
—Adelante entonces —exhaló resignado sin dejar de tallar, mientras el fraile le relataba la historia de aquel fatídico día. Aunque de sobra conocía la historia. Sí, fingió no saber, pero, ¿quién en su sano juicio querría revivir un hecho tan trágico? Ese día marcó la vida de su familia, siendo él, el único sobreviviente.
Su hermano murió, su madre y su padre también y la novia huyó con el desgraciado traidor qué se hizo pasar por amigo de Braulio. Solo quedó él de los miembros originales de los Ortega Ruiz.
Al ordenarse cómo sacerdote, nunca pensó que la diócesis lo fuera a enviar precisamente a esa parroquia. Cuándo lo supo, rogó literalmente para que no hicieran, pero sus súplicas no fueron escuchadas y ahora estaba, limpiando una mancha fantasmal de hacía más de treinta años.
¿Quién iba a pensar qué su rebelde hermano menor iba a dejar una mancha indeleble en el mundo?
Secó el charco de agua jabonosa con un trapeador de jerga. Por un momento la mancha desapareció, pero bastaron un par de minutos para que se presentara de nuevo y con más nitidez que antes. El fraile se persignó asombrado, incluso, aterrado.
—¿Ha visto, hermano?
Ambos dieron un par de pasos hacia atrás. Un golpe se escuchó justo enfrente de ellos, seguido de un espantoso grito y ambos se miraron. Franco derramó algunas lágrimas y huyó del lugar dejando las cosas ahí tiradas.
Fray José se arrodilló para rezar unos minutos por esa pobre alma. Él también escuchó tanto el golpe como el grito.
Unos zapatos negros, perfectamente lustrados, se detuvieron a su lado. Braulio escuchó un murmullo, pero no podía ver al fraile orando por su eterno descanso. Solo se observaba a sí mismo tirado en el suelo, con la cabeza abierta, los sesos fuera del cráneo y los ojos lejos de las cuencas.
Fray José apretó los ojos cuando se percató que esos zapatos no estaban acompañados de un cuerpo visible y rezó con más ahínco, aunque ahora, para que se marchara.
Braulio se alejó, aunque no por los rezos, sino porque quería averiguar si ya podía pisar suelo sacro.
Dio unos pasos adentro del pasillo que llevaba al atrio, pero no logró pasar más allá de la primera banca sin sentir dolorosos aguijones por todos lados.
—¡¿Cuándo vas a perdonarme?! ¡No es justo! ¡No tuve otra opción!
Salió indignado de ahí para volver al cementerio.
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Sofía pasó a comprar otro teléfono para reponer el que había perdido en el cementerio la semana anterior. Sin embargo, al salir del centro comercial, una fuerza la hizo voltear al sitio donde su aparato se arruinó. Caminó hasta allá casi sin darse cuenta y cuando menos pensó, estaba enfrente de una tumba que reconoció de inmediato.
El suelo estaba seco ahora, pero la tumba abierta del costado se veía igual de intimidante. Igual o peor y dio un paso de costado para alejarse. Las dos flores plásticas que puso antes, continuaban dónde las puso .