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Enstel estaba ligado a sus primeras memorias. Recordó un momento clave, cuando debía contar apenas tres años y se entretenía sobre la alfombra con un juego de construcciones. Su madre, sentada en el sofá a pocos metros, leía un libro. Acacia empezó a contarle a Enstel que en el castillo que estaba construyendo vivía una princesa a la que, como a ella, le encantaban las margaritas y salir a montar a caballo.
—Acacia, cielito, ¿con quién estás hablando? —le preguntó Lillian al escucharla pedir que le pasara una de las piezas.
La niña miró a Enstel, que se limitó a sonreír. Giró la cabeza hacia su madre y otra vez hacia Enstel. Aunque se había comunicado con él en voz alta desde que tenía año y medio y la familia solía bromear acerca del amiguito invisible de Acacia, esta era la primera vez que era plenamente consciente de que su madre no podía verlo.
—Con mi ángel de la guarda —respondió por fin.
A Lillian, que le había enseñado a rezar cada noche, a darle las gracias a Dios y a pedirle protección a los ángeles, la respuesta pareció satisfacerle. Si bien Enstel jamás le dijo que debía mantener su existencia en secreto, las miradas de extrañeza de los adultos y otros niños pronto le enseñaron a ser más cuidadosa.
Su infancia había transcurrido idílica, una niña feliz adorada por su familia, sus profesores, sus compañeros de colegio. Andy había sido el hermano perfecto, siempre con tiempo para ella. Le había enseñado a jugar a las canicas, a trepar a los árboles, a montar en bici y a caballo. Jamás se había sentido sola ni un momento en toda su vida.
A los cuatro años, Acacia ya sabía que otros niños no tenían a alguien como Enstel.
—Si no eres mi ángel de la guarda, ¿qué eres? ¿Por qué solo yo puedo verte?
—¿Y cómo sabes que no soy un ángel? —preguntó Enstel con una sonrisa.
—Pues porque no tienes alas —replicó la niña con lógica aplastante.
Averiguar qué era Enstel se convirtió en un juego. Conforme fue creciendo, fue elaborando diversas teorías que él escuchaba divertido.
—Podrías ser el fantasma de mi abuelo, que murió antes de que yo naciera —le dijo una tarde sentada en su regazo—. Pero entonces lo sabrías, ¿no? Y te parecerías a él.
—¿No crees que me parezca a tu abuelo? —la interrogó Enstel a su vez mientras le acariciaba los rizos dorados.
—No. Lo he visto en fotos y tenía una barba blanca. Y las orejas enormes.
—No creo que sea un fantasma, no —convino Enstel con voz suave.
Acacia se giró hacia él y lo observó con detenimiento, admirando la suave luz iridiscente que emitía. Extendió una manita y le acarició el rostro, notando cómo se incrementaba la intensidad de su resplandor. La comunicación entre ellos, aunque utilizaran el lenguaje en ocasiones, siempre había alcanzado niveles mucho más profundos.
—¿Sabes lo que pienso? —preguntó Enstel besándole las tres pecas de la nariz—. Creo que soy un espíritu enviado con el único propósito de cuidar de ti y quererte mucho.
—¿Y por qué?
—Porque eres una niña muy especial.
—¿Eres un espíritu que viene del cielo? Entonces te ha debido de mandar Dios.
—¡Ah! —murmuró Enstel apartando la mirada—. Andy está a punto de llegar. Quiere que vayas a ver los corderitos recién nacidos. ¡Gemelos!
Enstel podía cambiar de forma a voluntad, a veces invisible como una bruma etérea, otras sólido como cualquier ser humano. Esta era la apariencia en la que Acacia lo prefería por las noches, cuando dormía acurrucada junto a él, envuelta en su suave resplandor, sintiéndose invencible.
Aunque solía responder con paciencia a sus interminables preguntas, conforme fue creciendo Acacia supo que, a pesar de que nunca le mentía, Enstel no siempre le daba toda la información. Otras veces no era genuinamente capaz de responder.
—¿Adónde vas cuando no estás conmigo? —le interrogó un día.
Estaban sentados en la mecedora de su habitación y jugaban a hacer flotar una pelota con la mente. Acacia se había dado cuenta de que Enstel solía desaparecer durante ciertos periodos de tiempo, nunca demasiado extensos, y que al regresar su vibración y su densidad eran diferentes.
—Ya sabes que no me alimento de comida como vosotros —respondió Enstel con cuidado—. Para sobrevivir, tengo que absorber energía vital.
—¿La energía de quién?
—De cualquier cosa, la tierra, los árboles, las rocas, el agua, los animales. Todo está compuesto de energía y, por lo tanto, toda fuente es válida. Por desgracia, esa energía no me proporciona todo lo que necesito. Dos o tres veces a la semana tengo que alimentarme de seres humanos.
—¿Les haces daño?
—Siempre pongo mucho cuidado. La vida humana es tan frágil… Solo tomo un poco cada vez. La mayoría nunca se percata. Algunos se encuentran un poco más cansados que de costumbre y tienen que dormir más, pero eso es todo.