Entre sombras

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Gerard se estiró en la cama como un gato satisfecho y acarició el tibio vientre de Acacia con movimientos circulares.

—Tienes el ombligo más bonito que he visto en mi vida —murmuró besándolo con renovado ardor.

La joven se echó a reír ante el inesperado cumplido. Gerard fue subiendo por su abdomen, acariciando con la nariz, las mejillas y los labios la pálida piel de sus pechos, el cuello, las orejas.

—He echado de menos esa risa. Llevas unos días un poco rara.

—No es nada.

Acacia pasó los dedos por los espesos cabellos oscuros de Gerard y le ofreció los labios. Gerard besaba con maestría, casi tan bien como Enstel. Lo rodeó con los brazos y suspiró de placer.

Más tarde,  se incorporó y contempló pensativa el torso desnudo de Gerard.

—Permíteme que aproveche esta oportunidad para repasar mis conocimientos de anatomía —le pidió—. Tengo examen de biología el martes que viene y he de decir que tú eres un magnífico espécimen.

Gerard la miró con una sonrisa intrigada.

—Señoras y señores —anunció Acacia—, permítanme que les presente, adornados con hermosos dragones tatuados… ¡los bíceps y tríceps! Noten por favor la definición de los pectorales, esculpidos a golpe de gimnasio, y la belleza del cuádriceps femoral, el músculo más potente y voluminoso de todo el cuerpo humano. Soporta con gracia el peso de Gerard y le permite andar, sentarse y correr. Sus más de seiscientos cincuenta músculos tienen funciones obvias de movimiento, pero también impulsan la comida por el sistema digestivo, le permiten respirar y hacen circular su sangre.

—¿Desde cuándo te has vuelto tan aplicada? —le preguntó el joven divertido.

—Me he aburrido de interpretar el papel de adolescente díscola y huraña —respondió Acacia con sinceridad—. No sospechaba que estar en guerra constante con el mundo fuera tan agotador.

—¿Por eso ya no quieres fumar? ¿Ni beber?

—Necesito que mis neuronas funcionen a pleno rendimiento si quiero remontar el vuelo.

—Será un placer ayudarte con los ejercicios prácticos —dijo Gerard sujetándola por la cintura y haciendo que se sentara sobre él.

—Sabía que podía contar con tu apoyo —replicó Acacia besándolo.

 

Aunque en apariencia fortuitas y desconectadas entre sí, habían sido las conversaciones mantenidas con James y la señorita White dos semanas atrás, poco después de su supuesto cumpleaños, las que habían contribuido definitivamente a su cambio de actitud.

—¿Puedo hablar un momento contigo? —le preguntó James cuando terminó la clase de francés.

—Claro —respondió sorprendida. La había estado evitando todo el curso y ni siquiera recordaba cuándo había sido la última vez que le había dirigido la palabra.

—He visto que has sacado un treinta por cien en el examen —dijo cuando se encontraron a solas en la clase vacía.

—¿Y?

—Acacia, eres prácticamente bilingüe. ¿Cómo puedes haberlo suspendido?

—Venga, James —replicó Acacia con fastidio—. He tenido que aguantar sermones de los profesores, de mi tutor, de mis padres, de mi hermano, de Millie, de los psicólogos…

—Estás echando tu futuro por la borda.

—¿Y quién eres tú para reprocharme nada? —le espetó furiosa—. Dime, ¿quién eres exactamente?

—Solo alguien que te quiere y ya no puede seguir observando sin hacer nada cómo te destruyes a ti misma.

Lo miró atónita. El tímido James que conocía jamás se hubiera atrevido a decir nada semejante. ¿De dónde había sacado el coraje?

—¿Crees que no sé lo que quieres de verdad? —preguntó en voz baja, aproximándose hasta tenerlo apenas a unos centímetros de distancia—. Si tanto deseas acostarte conmigo, solo tienes que decirlo.

Mientras James la miraba boquiabierto, demasiado sorprendido para reaccionar, le cogió una mano y la puso sobre su pecho.

—Ahí tienes, ¿satisfecho? Y si me acompañas a los vestuarios seré toda tuya.

Horrorizado, James dio un paso atrás, desembarazándose de ella, y salió del aula sin decir nada. Desde entonces no había siquiera mirado en su dirección y Acacia no había podido borrar el recuerdo del dolor, la tristeza y la decepción que había visto en su rostro.

 

Unos días más tarde, la señorita White los llevó a Plymouth a ver una representación matinal de Otelo.

Llegaron con tiempo de sobra y fueron a tomar algo en la cafetería del teatro. Allí, Acacia se encontró de repente al lado de la profesora, apoyada contra una pared sorbiendo abstraída una taza de té.

—Echo en falta los ensayos que escribías el año pasado —comentó en tono neutro sin mirarla.

—Muchas cosas han cambiado desde entonces.




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