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Enstel la acompañó a su clase sobre antropología del arte y la escuchó tocar el piano en una de las salas de prácticas, donde Acacia lo complació interpretando una de sus sonatas de Mozart favoritas. Poco después de llegar a Magdalen con una bolsa repleta de libros se despidieron con un beso.
En el segundo y tercer año en Oxford habían de cubrir cuatro temas principales sobre análisis e interpretación social, representaciones culturales, creencias y prácticas, paisaje y ecología, urbanización y cambio en las sociedades complejas. Existía además una serie de clases opcionales. Los exámenes tendrían lugar al final del tercer año y mientras tanto también debía empezar a trabajar en su tesis. En Michaelmas, el primer trimestre, tenía que hablar con el director de estudios, algo que todavía no se había decidido a hacer aunque ya se encontraban a finales de noviembre. Aún no se sentía preparada para discutir posibles temas y seleccionar a un potencial supervisor de tesis.
De las asignaturas de libre elección, Teorías del género y realidades: perspectivas transculturales estaba resultando ser una fuente constante de fascinación con sus teorías que ligaban el género con la raza, la identidad, la etnicidad y la semántica del cuerpo. Le encantaban las charlas sobre feminismo, sexualidad, masculinidad, simbolismo, tradición y mitología, representación etnográfica de la ideología del género y relaciones de poder.
Acacia tomó otro de los libros de la pila que tenía al lado. Llevaba toda la tarde sentada en una de las mesas bajo la gigantesca chimenea del siglo xiv en el Old Kitchen Bar de Magdalen, donde a veces estaba más a gusto que en la biblioteca o en su habitación. En ocasiones, tener un poco de ruido de fondo le ayudaba a concentrarse.
—¿Hasta qué punto son la sexualidad y el género un constructo social? —dijo una voz desconocida leyendo el título de su ensayo—. Prometedor tema.
Levantó la cabeza sobresaltada, tan absorta que ni siquiera se había percatado de que alguien se había acercado a su mesa. Apenas a medio metro de distancia, Eric la estudiaba con insondables ojos azules.
Acacia lo miró fijamente, notando cómo la sangre desaparecía de su rostro y el ritmo de su corazón se disparaba. Había pasado los últimos meses pensando en él, deseando y temiendo volver a encontrarlo. A su regreso a Oxford, la primera semana de octubre, le había parecido sentir su presencia, aunque solo llegó a verlo con claridad en dos ocasiones, al fondo de la sala durante una de las actuaciones del coro y en Jericho Tavern. Casi había asumido que iban a continuar jugando al gato y al ratón de forma indefinida y lo que menos se había esperado era que se presentara frente a ella de improviso.
Echó una rápida ojeada a su alrededor. Se había sentado lejos de la puerta y el bar se hallaba inusualmente desierto, con solo unos pocos estudiantes charlando o comiendo unas mesas más allá. Se sintió atrapada y con el corazón como un caballo desbocado.
—He pensado que ya es hora de que nos presentemos como es debido. Soy Eric Mumford.
Acacia vio su propio brazo levantarse, como si tuviera vida propia, y estrechar la mano que le tendía Eric. El contacto con su piel, suave y seca, provocó un extraño fogonazo de luz detrás de sus ojos.
Eric debió ver el pánico en el rostro de Acacia, pues su expresión se suavizó ligeramente. Soltó su mano y se sentó en una silla frente a ella.
—Y tú eres Acacia Corrigan, ¿verdad? Qué nombre más inusual.
La joven lo miró confusa, sin poder creer lo que estaba ocurriendo, incapaz de moverse, de articular palabra o de apartar la mirada de sus ojos, sintiéndose dividida entre su deseo de huir y una extraña atracción hipnótica.
—Mi hermano me encontró debajo de una acacia cuando era un bebé —se escuchó decir.
Entonces se percató de lo que estaba ocurriendo y cerró los ojos hasta que logró recuperar el control sobre su mente y su cuerpo.
—Muy bien… —murmuró Eric con una sonrisa apreciativa—. Verás, podría haberme acercado a ti con la excusa de que el profesor Weber me ha contado que estuviste en Clunia y que se ha quedado impresionado por tu informe y también con el resultado de tus exámenes, pero estarás de acuerdo conmigo en que este pequeño experimento ha sido más interesante.
Acacia comenzó a levantarse con indignación y Eric hizo un gesto apaciguador con las manos.
—Por favor, no te marches. Eso solo dificultaría las cosas.
Acacia tragó saliva, sopesando la velada amenaza de sus palabras.
—¿Qué cosas? —preguntó manteniendo la voz baja—. ¿De qué demonios estás hablando?
—Siéntate, por favor. Vengo en son de paz.
Acacia lo estudió con recelo. Podía tratarse de uno de sus trucos. Por otra parte, sus profundos ojos azules reflejaban una sinceridad genuina difícil de ignorar.
—Perdóname —le pidió Eric—. No pretendía ofenderte ni jugar contigo, pero tenía que asegurarme.
—¿Asegurarte de qué? —preguntó la joven mientras volvía a tomar asiento. El ritmo de su corazón apenas había empezado a recuperarse.