Entre sombras

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Iris Venton se alojaba en una de las amplias habitaciones de New Building, con un salón separado del dormitorio, muy parecido al cuarto de Eric. Acacia había preferido entrevistarse a solas con ella. Le aseguró a Enstel que estaría bien y que lo llamaría en caso necesario.

Al abrir la puerta, Iris miró a Acacia como si ya la conociera y le sonrió con calidez antes de darle un inesperado abrazo. Era una mujer alta, vestida con un sobrio traje de chaqueta azul marino y nada en ella delataba su parentesco con Eric. Tenía el pelo corto de color arena y sus ojos grises denotaban sabiduría y sufrimiento. Le ofreció sándwiches y pastas, pero Acacia estaba demasiado nerviosa para comer. Se sentaron a hablar con una taza de té junto a la ventana que daba al parque.

—Eric ha estado hablando de ti sin cesar. Cuando te vio por primera vez no podía creerlo. Por aquel entonces yo estaba en Australia trabajando en un proyecto y me llamó de inmediato para contármelo todo. Desde entonces he estado deseando conocerte en persona. Hubiera venido antes a Oxford, pero varios asuntos me han mantenido muy ocupada.

—¿Qué es lo que Eric no podía creer?

—Primero te reconoció a ti y luego descubrió a Enstel. Un espíritu de su calibre no se ve todos los días, te lo aseguro.

—¿Qué significa que me reconoció?

—Te identificó como parte de la familia.

—¿Estamos emparentados? —exclamó Acacia con horror.

¿Explicaba eso la sensación de familiaridad que le había producido Eric desde el principio? Y, en ese caso, ¿qué hacer con la implacable atracción física y el resto de los sentimientos que albergaba hacia él?

—No en el sentido sanguíneo del término —la tranquilizó Iris con una sonrisa—, aunque es posible que compartamos una conexión distante. Reconoció tu relación con la Orden. Quedamos tan pocos ya que los lazos parecen haberse intensificado.

—¿Qué Orden es esa? —preguntó Acacia frunciendo el ceño. No le gustaba nada la idea de los cultos.

—Ah, querida, tienes razón. Se me olvida que apenas sabes nada de todo esto, mientras el resto de nosotros hemos crecido rodeados de estas historias. Sin ánimo de resultar condescendiente, sé que debo empezar por el principio y darte tiempo para asimilarlo.

—Eric no me ha querido adelantar apenas nada.

—Tenía sus motivos, pero no te preocupes, todo te será revelado ahora. Eric opina que tu rechazo hacia la brujería, tu resistencia a aceptar quién eres, tu creencia en la maldad de tu propia naturaleza, proviene de un deseo profundo de protegerte, de manteneros a salvo a Enstel y a ti.

Iris hizo una pausa y la tomó de la mano.

—Y no te culpo, querida. No te culpo en absoluto.

Aunque a Acacia le resultaba extraño escuchar estos aspectos tan íntimos de su vida de boca de una persona a la que acababa de conocer, tuvo que reconocer que el modo de expresarse, el tono de voz y el lenguaje corporal de Iris le hacían sentirse relajada, casi como si estuviera hablando con su propia madre. Al contrario que Eric, Iris se mostraba totalmente abierta.

—A veces empleamos términos como brujos, magos, hechiceros, chamanes, sabios, por simple comodidad, diría, porque en realidad somos mucho, mucho más que eso. No creo que exista una palabra que pueda describirnos con propiedad. Los primeros testimonios escritos de la Orden del Templo Blanco se remontan a finales del siglo ix, aunque hay quien opina que siempre se trató de un movimiento subterráneo, anterior incluso al nacimiento de Jesucristo. Existen algunos indicios, no concluyentes, que apuntan a que Sócrates, Platón y otros filósofos griegos ya formaban parte de ella. En cualquier caso, la Orden tal y como la conocemos, se fundó en el año 888 en Italia en un intento de eruditos, filósofos, científicos, místicos, artistas y sabios de todo el mundo de preservar el legado de civilizaciones como la griega, la egipcia, la mesopotámica, la babilónica, la tibetana, la maorí, la de los indios norteamericanos, la azteca, la maya, la inca…

Iris hizo una pausa al ver la expresión sorprendida de Acacia.

—Sí, querida, que Cristóbal Colón no hubiera descubierto oficialmente América todavía no significa que no se tuviera constancia de su existencia. Otros sostienen que, en realidad, todas estas culturas proceden de la Atlántida y fueron fundadas por los que lograron escapar a la catástrofe que hundió el continente bajo las aguas.

—Platón fue el primero en asegurar que la historia de la Atlántida era verídica —murmuró Acacia recordando también lo que había leído sobre el círculo de piedras de Stonehenge, su relación con la Atlántida e incluso con seres de otros planetas.

Tomó aire. Iris solo había comenzado a hablar y esto ya estaba empezando a sonar muy raro.

—No te preocupes por eso de momento —le aconsejó Iris con una sonrisa comprensiva—. Lo que de verdad importa es que comprendas que el motivo por el que se creó la Orden era proteger una serie de conocimientos que, de otro modo, se habría perdido para siempre.

—¿Qué tipo de conocimientos?




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