Érase Una Vez Un Matrimonio

LOLA

Tenía 18 años. Tanto ella como su amiga Ana eran estudiantes aplicadas, se habían conocido en el colegio y provenían de familias inmigrantes. Ese día, de forma extraordinaria, habían quedado. Cada una de ellas había elegido una carrera distinta  y se habían separado recientemente. Su amiga era una mujer con personalidad, alta de estatura, con un cuerpo voluminoso y unas caderas prominentes.. Frente a ella, Lola tenía un cuerpo esbelto, menos insinuante, pero con un cuello largo y un andar de bailarina que desde pequeña había educado con pasión gracias a esos pies que hacían que sus profesores de ballet se quedaran impresionados cuando subía a sus zapatillas de punta.

 Aquel día, en medio de un bullicioso gentío en un bar del casco viejo de  Vitoria y  sentada en una mesa con su amiga de la infancia, observó cómo una cuadrilla de hombres hablaban entre ellos, intercambiándose  miradas y sonrisas de complicidad y finalmente se dirigieron a ellas en un alarde de osadía y seducción donjuanesca.

Fue uno de ellos el que ágilmente se abrió camino y  se aproximó a su mesa. Cuando él se acercó, seguro de sí mismo y  convencido de ser el mejor de los candidatos, no podía sospechar que ninguna de las dos mujeres se fijaría en él. Ana era una mujer templada, con unos objetivos claros, por lo que no iba a entretenerse en su camino. Lola, por el contrario, era una persona apasionada, enamoradiza y se dejaba llevar por sus impulsos. Por esa razón, la mirada de Lola se posó en uno de los hombres, aparentemente distante, con sus ojos color acero y una  actitud fría y enigmática.

A partir de ese momento, sin darse cuenta, había dado permiso para que Fermín invadiera su espacio, al principio de forma cautelosa y después de un modo declarado, y prácticamente permanente. Ella también lo haría, pero de otra manera.

Siempre fue una niña fuera de lo común. Su alegría y su sonrisa atraía a los demás, la querían como compañera en el colegio, sus familiares cercanos se la llevaban con ellos  a menudo, era esa hija que hubieran querido tener, y la inundaban de regalos,  como si su origen no fuera a marcar el rumbo de su vida. Era muy sensible, miedosa y soñadora, y es por eso que hablaba mucho a solas con sus "amigos imaginarios", quizá también porque era la única mujer entre sus hermanos. Pero desde niña comprendió que era demasiado frágil para enfrentarse a un entorno implacable, el impacto que los acontecimientos tenían en ella se manifestaba de formas sutiles, haciendo que llorara por cualquier cosa y que se levantara en la noche  deambulando por la casa como si pudiera ver la luz del día. Había heredado de su padre esos sentimientos a flor de piel, ese genio y también su perfeccionismo y la necesidad de no defraudar. Lola adoraba a su padre y su padre la adoraba a ella.

En su  infancia se mezclaba la alegría y un sentimiento de consciencia inusual en una niña de su edad que a veces la hacía sumirse en un universo de incertidumbre y temores. Tenía una extraña capacidad para recordar los olores y asociarlos a momentos,  objetos y personas de su vida, y esas asociaciones permanecieron durante mucho tiempo en su recuerdo. Esa capacidad para recordar  le permitía  volver al momento pasado con una nitidez que no dejaba lugar a dudas acerca de lo que había vivido. Y, en cualquier caso, tenía una memoria prodigiosa que se esforzaba en educar, razón por la que a cada momento que vivía todo cobraba presencia y hacía que fuera de atrás adelante en un movimiento de vaivén relacionando los acontecimientos ocurridos con los presentes. 

 A medida que se hacía mayor, iba confirmando sus sospechas acerca del terreno en que se movía. Empezó a entender matices, captar desigualdades y competencias. Empezó a vivir en sus propias carnes las malas intenciones de algunas personas que la rodeaban. Su adolescencia fue una etapa nebulosa en la que tuvo que enfrentarse a sí misma para poder desenvolverse en un entorno que le parecía un tanto espinoso.  Pasaba mucho tiempo en su habitación, no salía a jugar a la calle, permanecía leyendo, primero tebeos y luego libros que le permitían soñar otras vidas, quizá porque lo que veía no era de su agrado. Pero aún así, era muy alegre, siempre con esa sonrisa en sus labios que, de repente, pasaba de la risa al llanto como quien juega a la rayuela. Cuando cumplió los 15 años dejó el colegio y pasó a un instituto, con chicos, con guateques en los que sonaba la música de Grease, y aquel  “Long, long time” de Linda Ronstadt, que bailaba con aquél compañero de clase, mientras él acercaba su boca tímidamente a su cuello, de forma tan sutil que parecía que un brizna de hierba se hubiera posado en ella.

A partir de entonces perdió la conexión con aquel primer  instante de descubrimiento, cambió de instituto y de personas y durante varios años su escenario fue otro. Era otro momento, otro retazo de su vida, hilvanado con la anterior, pero que cobraba cuerpo y daría sentido a lo que estaba por venir. Fue una etapa sombría, en la que, entre sus propios compañeros de instituto, descubrió aspectos que la sorprendieron, la asustaron y demostraron que había una corriente subterránea debajo de lo que era aparentemente sólido. 

Cuando cumplió sus 18 años ya había acumulado veranos suficientes para darse cuenta de que su amigo de la infancia, profundamente enamorado de ella desde niño, no tenía cabida en su vida en ese momento y que el control férreo ejercido en su educación iba a determinar gran parte de los acontecimientos en el futuro, ella no iba a ser una mujer libre, sus cimientos ya estaban anclados.



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En el texto hay: familia, cuento, matrimonio

Editado: 05.03.2024

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