Fermín tenía 25 años cuando conoció a Lola. Pero en realidad era como si tuviera el doble, tan inclemente había sido su vida. Sus orígenes, su lucha, la muerte de su padre, inopinada, de la noche a la mañana, una agonía que él tuvo que paliar, su búsqueda de lo que no le corrrespòndía, todo hizo de él un hombre aparentemente duro, desgastado, desilusionado, con una fuerza inusitada y una resistencia difícil de imaginar. Sin embargo, en su interior, era una persona sensible, aunque incapaz de manifestar sus sentimientos y con una rebeldía fruto de su propia experiencia de vida. Y eso es lo que hizo que quedara atrapada en su telaraña. Eso y su bondad. Lola sentía que aquella persona, aunque con debilidades y defectos, era un ser maltratado por las circunstancias, debía darle lo que le faltaba, esa ternura que ella derrochaba por cada poro de su piel, debía moldear su dureza, su desencanto y acogerlo. Esa fue la razón por la que, y a pesar de las objeciones que sus padres le pusieron, ella emprendió su propia campaña.
Desde muy pronto, Fermín demostró una paciencia, una comprensión y un tacto que hizo que Lola nunca se sintiera vulnerada. Se escribían cartas que se entregaban en mano cada noche. Aquella era la historia de lo que no se decían y su propia historia, contada día a día. Pero también Lola empezó a vivir momentos de desconcierto cuando Fermín reaccionaba de forma inusual e inexplicable a situaciones aparentemente normales. En alguna ocasión se prometió a sí misma que no volvería a tolerarlo, pero los días pasaban, los meses pasaban, los años pasaban y ella seguía a su lado, mientras avanzaba en su carrera, mientras él se adentraba más y más en su mundo y ella en el de él. Tanto era así que poco a poco, Lola dejó aparte muchas cosas, muchas personas y poco a poco se convirtió en la órbita que giraba alrededor de él, día y noche. Eran tan similares en algunas cosas que parecían uno, aunque tan distintos en otras que estaban en mundos diametralmente opuestos, pero aún así consiguieron un perfecto equilibrio, como si se tratara de una balanza. Era una armonía inestable que ella se empeñaba en mantener balanceada, pero que, a cada paso, debía ser vigilada por ella. Lola se acostumbró a lo incierto, a lo inesperado y eso se convirtió en algo habitual.
Fermín era un hombre complejo, difícil de entender, sus reacciones eran respuestas automáticas a estímulos inesperados y desconocidos. A veces desaparecía de la escena inexplicablemente y ella hacía cábalas preguntándose la razón, pero poco a poco empezó a encontrar una lógica desconocida en sus comportamientos.
A medida que pasaba el tiempo Lola se iba acostumbrando a él, seguía leyendo sus misivas cada día y cuando llegaba a su casa las guardaba y respondía. Era como una masa de arcilla que él iba moldeando poco a poco, a golpe de experiencias, a golpe de sentimientos. Quizás él no pretendía hacerlo, pero lo cierto es que encontró en ella a un ser moldeable que, sin quererlo, se convirtió en la parte más importante de su vida. Esa fue la razón por la que, a pesar de su comportamiento un tanto incomprensible en ocasiones, Fermín, varios años mayor que ella, iba normalizando ciertas actitudes que a ella le costaría muchos años cuestionar. Para Lola, acostumbrada a estar controlada, a ser sumisa, a ser la vigilante de su hermano mayor, la acompañante de su hermano menor, la que acataba las normas, la que no se revelaba, Fermín era una válvula de escape, aunque también una presión añadida.