Aquel día del mes de Julio fue el que ellos dos habían elegido para casarse. Fue una ocurrencia, «una contingencia azarosa», que diría Lola, pero lo cierto es que ese día, aunque hizo un calor horroroso, lució un sol radiante, era el escenario perfecto para un sueño que imaginaron perfecto. La casualidad de ese día se repetiría en la vida de Lola, un día con el mismo número, con el mismo mes, como si se tratara de una ironía de la vida.
La iglesia, con aquellos muros antiguos de piedra, el sonido del órgano y las flores presidiendo el altar fue también el lugar donde Lola despidió a su padre años después, otra burla del destino. Pero lo cierto, y dado que nadie sabía lo que iba a ocurrir en el futuro aquel día, es que todos, incluido los invitados, disfrutaron emocionados y brindaron por los recién casados. Y lo cierto es también que al padrino, emocionado y con los ojos brillantes, le hicieron una foto en la que parecía un actor de cine, aquella que Lola guardaba con tanto cariño. Ahora, cincuenta y cinco años después, en una residencia tranquila, Lola, con sus 80 años, se sienta sola en su habitación. En sus manos sostiene esa misma fotografía, un poco desgastada por el paso del tiempo, pero cuyo valor emocional solo ha crecido. Sus ojos, ahora cansados pero todavía brillantes, recorren cada detalle.
Poco después de la comida y en medio de una fiesta de celebración, los dos se subieron a un coche, huyendo de la multitud, huyendo de sus pasados e intentando dibujar sus futuros inciertos de otra forma menos incierta, ella con su vestido de novia y los zapatos que nunca encontró.
En una sala iluminada por la luz del atardecer, con las cortinas ligeramente abiertas permitiendo que unos rayos dorados se cuelen, Lola se encuentra sentada frente a la psicóloga de la residencia. El ambiente es calmado y acogedor, con algunos cuadros y plantas que adornan el espacio.
Lola sostiene en sus manos la misma fotografía desgastada. Sus dedos acarician con delicadeza los bordes de la imagen, como si pudiese sentir el pasado a través de ellos.
—¿Es esta la fotografía de su boda, Lola? — pregunta la psicóloga con una voz suave, animándola a compartir.
Lola asiente, y sus ojos se humedecen.
—Era un día tan hermoso –suspira–. Fíjese en todos esos rostros. Cada uno tiene una historia conmigo. Pero, lo que más atesoro es aquel abrazo de mi padre. Puedo sentirlo aún.
—Parece que fue un momento muy especial – comenta la psicóloga, acercándose un poco más.
—Lo fue. Recuerdo el arroz cayendo sobre nosotros, las risas, los abrazos. Fermín y yo éramos tan jóvenes, tan llenos de sueños –Lola sonríe al recordar–. Me siento afortunada de haber vivido un momento tan mágico.
—Es natural añorar esos tiempos, especialmente cuando estamos rodeados de cambios –dice la psicóloga.
Lola suspira, mirando la foto nuevamente.
—Pero también duele. Muchos de aquellos invitados ya no están aquí. Fermín tampoco. A veces me siento tan sola, como si estuviese en una isla, abandonada pero llena de recuerdos.
La psicóloga asiente.
—La soledad puede ser un sentimiento abrumador, especialmente cuando miramos atrás y vemos todo lo que hemos perdido con el tiempo. Pero también tienes la capacidad de encontrar belleza y significado en esos recuerdos, de hacer que sigan vivos en ti.
—A veces me pregunto si realmente vale la pena aferrarse a estos momentos. Me duele, extraño todo eso –dice, con la voz temblorosa.
—Es natural sentirse así. Pero esos recuerdos también forman parte de quién eres. No solo representan lo que has perdido, sino también lo que has vivido, amado y valorado. Pueden ser una fuente de fuerza y consuelo.
Lola mira a la psicóloga, las palabras resonando en su mente. — Tengo miedo de olvidar, de que estos momentos se desvanezcan.
—Y eso es completamente entendible — responde la psicóloga —. Pero, aunque la memoria puede fallar, el amor y el significado que encuentras en esos recuerdos siempre serán parte de ti.
Lola asiente lentamente, sosteniendo la fotografía más cerca de su pecho.
Fueron comienzos duros , y siguieron siéndolo. En realidad, la vida de Fermín y la de Lola era una lucha constante porque ambos eran ambiciosos y, poco a poco, iban escalando en su inconformismo y sus pretensiones. Los dos tenían una gran capacidad de trabajo y soñaban con lo que sus padres tampoco tuvieron, una andadura más soportable y con más posibilidades. Y así fueron pasando esos primeros momentos juntos, consumiendo los inicios en medio de una batalla encarnizada por abrirse paso en un entorno hostil, exigente y despiadado. Lola empezó a darse cuenta de que lo que la rodeaba era un terreno agreste y ella, tal y como era, no estaba preparada, no la habían educado para defenderse y atacar.
Tampoco Fermín era alguien que concibiera sospechas, era demasiado permisivo, demasiado generoso con los demás, no se daba cuenta de que no le iban a pagar con la misma moneda. Y tenía el defecto de no pedir opinión acerca de lo que hacía, no necesitaba consejos o si los necesitaba, no los pedía nunca, en eso era implacable. Y el problema de Lola era que confiaba en él, le dejaba hacer, de modo que, como si se tratara de un tandem, Fermín empezó a llevar las riendas sin permitir que Lola hiciera otra cosa que seguir su ritmo. Pero hubo un momento, poco después, en el que ella tomó una decisión al margen de él y fue cuando quiso tener un hijo.
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