Su hijo fue desde el primer momento un tesoro por el
que ella siempre sufrió, al que siempre protegió, al que
siempre disculpó, defendió y por el que perdía el sueño.
Desde que estaba en su vientre hinchado y mientras ella
escuchaba aquella música de “La Misión”, él se agitaba
deformando su tripa, como acostumbraba a agitarse desde
niño fuera de ella, desde que nació, envolviendo a Lola en
una vorágine de sentimientos. Sabía que su primogénito iba
a consumir mucha de su energía, lo entendió muy pronto, y
así fue. Él era el centro del universo para Fermín y para
Lola, y no solo para ellos. Por eso mientras permanecían
absortos en sus ocupaciones intentaban compensar sus
ausencias con un infinito de atenciones. Su hijo era un niño
hermoso, fuerte, irreflexivo y lleno de energía y desde que
era un bebé Lola tenía pesadillas y hablaba en sueños,
sentía miedo por lo que le podía ocurrir.
Fue poco después cuando se repitió la fecha de la
boda en otro acontecimiento. Aquel día de verano, mientras
sonaba aquella canción de Revolver por la muerte de
Miguel Angel Blanco, Lola recibió una llamada en su
trabajo. Lo que oyó no lo pudo procesar, sólo llantos y
palabras ininteligibles. Salió corriendo sin saber qué
encontraría. El trayecto a la casa de sus padres fue eterno,
sólo pensaba en su hijo, era lo que más temía, pero cuando
llegó se enfrentó a una tragedia que no había previsto y de
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la que nunca se podría recuperar. Su padre había decidido
acabar con su vida, pero lo que realmente la atormentó
siempre fue que él se lo había anunciado días antes.
En ese momento de la narración, la psicóloga se
dirigió a ella.
—Lola, explícame lo que acabas de decir acerca de
aquel día.
—Hablé con mi padre por teléfono unos días antes
de su muerte –comenzó a explicar–. Mi abuelo se había
suicidado. Le llamé para contarle lo ocurrido. Entonces mi
padre me dijo, «eso debería hacer yo». Yo no fui capaz de
ver la dimensión de lo que me decía. Unos días después,
mi padre se quitó la vida.
—Oh, lo siento de verdad.
—En esa iglesia donde celebré mi boda despedí a mi
padre. Y también estuve con mi abuelo poco antes de que
tomara su decisión. En ninguno de los dos casos sospeché
lo que ocurriría. Por eso, aquel día, sólo pensé en mi hijo, si
podía haberle ocurrido algo, no en mi padre. Y luego di
vueltas y vueltas a qué es lo que se me escapó en aquella
conversación telefónica.
—¿Te sentías culpable no?
Transcurrieron muchos años y en una ocasión,
alguien me dijo, bueno, olvida ya lo de tu padre. Y yo me
quedé atónita al escuchar ese comentario, incapaz de
reaccionar ante tanta frialdad.
Aquellos momentos fueron de oscuridad para todos,
su padre era un emblema y dejó un vacío irrecuperable en
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sus vidas. Lola soñó muchas veces que seguía vivo y
nunca dejó de admirarle ni de culparse por no haberle
ayudado a no hacer lo que hizo.
Pero también pensaba con orgullo en él y respetaba
su decisión, entendiendo que algo debió dolerle mucho. Lo
cierto es que, a raíz de aquello, la vida de toda la familia
sufrió un desajuste y obligó a cambiar de posiciones.
—Lola, ¿cómo afectó lo de tu padre a la familia?
—Mi madre, una mujer que había vivido por y para
sus hijos y su marido, quedó de repente desamparada. Ella
era muy hogareña, no salía con amigas, siempre con mi
padre, desde que era una niña. Aunque era una mujer muy
fuerte, supo sobreponerse.
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