Rosas negras una mañana de invierno era lo más precioso que podía llegar a contemplar en mi jardín, era inmenso y las plantas venenosas se encontraban en los lugares más recónditos. De aquella sección mis favoritas eran las adelfas, su belleza y toxicidad se encontraban en perfecto equilibrio, pero mis bellas rosas negras también eran algo especial, cuando era pequeña, mi padre me enseñó a cuidar de ellas y aún a mis sesenta años contaba con energía suficiente para recorrer mi bello jardín, este día era especial, muchas personas viajan desde diferentes partes del mundo para mirar la inmensidad del Edén, este lugar tiene reconocimiento mundial por dos cosas: El jardín con más plantas del mundo, y el jardín con más personas desaparecidas. Había lugares del Edén los cuales las personas no podían visitar, aquellos donde podían encontrarse cuerpos de personas envenenadas.
Constantemente comparaba mi jardín con el alma humana, mostrando primero lo más bello y puro, después aquello que podría estar dentro del espectro de la normalidad, pasando por lo no tan común hasta llegar a la peligrosidad de sus entrañas, aquellos lugares en donde absolutamente nadie puede ni debe estar. Mi padre me enseñó a cuidarme de los seremos humanos, porque son criaturas miserables y destructivas, decía que cuando alguien se adentraba en lo profundo del Edén jamás iba a volver, porque los secretos que esconde es algo que las plantas protegen. Mi jardín es especial y muchas personas viajan desde diferentes partes del mundo para verlo; porque se encuentra en medio del desierto. Hay partes de él que ni siquiera yo conozco ni quisiera conocer, mi jardín huele a alegría, a soledad, muerte y putrefacción, los niños corren alegres y los adultos disfrutan del paisaje, pero yo los odio a todos, porque ellos no saben que las rosas negras una mañana de invierno es lo más hermoso que puede llegar a contemplarse en mi jardín.