MI SUK
—¿Estás segura de que estarás bien?
Lee Hyo Ri, la mujer que se encargaba de las labores del hogar era la única persona que, con plena seguridad, me estimaba de verdad; no era cariño del todo, pero al menos no le era indiferente como a los demás. Era delgada y de edad avanzada, aunque su resistencia y fuerza a veces me sorprendían. Siempre llevaba sus cabellos grises recogidos en un moño alto.
—Prometo que lo estaré.
Ella me estaba despidiendo en el umbral de la puerta principal de la elegante residencia de la familia Park, como lo haría cualquier madre que despide a su hija antes de embarcarse en un largo viaje a otro continente. No podía negarlo, me reconfortaba que lo hiciera: mi pecho se calentaba y la herida supuraba menos.
—Por favor, cuídate mucho.
—Tranquila, no hay de qué preocuparse —dije con certeza—. Lamento que vaya a perderme de su cumpleaños, pero le prometo que lo compensaré en cuanto regrese.
—No lo lamentes; de todos modos, no creo que vaya a celebrarlo —replicó con la voz rasposa antes de avanzar un paso y darme un cálido abrazo—. Te estaré esperando.
Lee Hyo Ri era lo más cercano que tenía de una confidente. Desde el primer día que llegué a la familia Park, me trató con gentileza y cariño. A pesar de la marcada frialdad de los demás, ella hacía todo lo posible para que no me sintiera como una extraña. Y es que ellos jamás me perdonarían mi único error en la vida: ser el resultado de la fugaz relación entre un hombre casado y una joven engañada e ingenua que se cruzaron en un restaurante de Seúl, cuando mi madre llegó a la ciudad luego de haber conocido a una mujer surcoreana en Barcelona que se hizo su amiga y le presentó aquella magnífica oportunidad de empezar de nuevo en el país surcoreano.
Su vida mejoró, pero yo fui un desliz.
—Gracias, Unnie.
Sus ojos se entornaron con tristeza.
Luego, señaló con las cejas detrás de mi espalda.
—Ya tienes que irte.
Volteé sobre mi hombro y reparé en el hombre de traje que ya me estaba esperando al costado de la camioneta gris que mi padre me había regalado en mi último cumpleaños. Nuestro chofer personal ya había terminado de acomodar mi única maleta de mano (una mochila de viaje similares a las de senderismo) en la cajuela y solo estaba aguardando a que terminara de despedirme. Nunca había sido de cargar demasiado equipaje, me bastaba con un poco de ropa, artículos de higiene personal y, por supuesto, mis audífonos blancos de casco; por comodidad, prefería ir comprando todo lo necesario en el transcurso del viaje. Mi padre era un hombre adinerado que solo tenía eso para mí: innumerables privilegios sin una pizca de su cariño.
—Entonces... hasta pronto.
Ya no volví a mirar atrás.
* * *
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