MARLON
Leí su escrito con una vaga sonrisa en los labios.
Podía imaginármela escribiendo esto y luego diciéndole lo otro (que no estaba interesada) al niño de trece años que me había hecho el favor gracias a un pequeño soborno por mi parte. Y aunque no tenía ninguna base para asegurarlo, estaba convencido de que no era del todo cierto lo que había respondido. Cierto, Leah no parecía ser una chica que se acercaba a los demás de manera sencilla y rápida, su personalidad aislada lo demostraba; sin embargo, no podía dejar de pensar que ella tan solo se refugiaba en la soledad que le proporcionaban sus audífonos cuando, tal vez, sí que anhelaba la compañía de otros. Además, estaba a bordo de un crucero. ¿Por qué vendría si lo que deseaba era estar sola? ¿Acaso por el mismo motivo que yo?
No sabía nada de su vida.
Apenas su nombre.
Pero, por primera vez, después de la muerte de Michael, tenía ganas de conocer a alguien de verdad. No solo descubrir a qué se dedicaba y en qué parte del mundo vivía, sino también cómo era su vida y cuáles eran sus pasiones y sus miedos, qué la hacía feliz y qué era lo que la hacía llorar por las noches...
Hacía dos años que había prometido ya no soñar con el futuro y sus profundas conexiones emocionales; hacía dos años que había dejado de interesarme en las relaciones humanas porque no quería volver a sufrir, porque no deseaba querer a alguien que luego pudiera perder. Pero, en este instante, me sentía otro.
Alguien parecido al que alguna vez había sido.
Muy en el fondo, allí estaba.
Podríamos dejar de ser desconocidos, Leah. ¿En serio no estás interesada? Porque creo que podría hacerte cambiar de opinión.
El niño sonrió cuando le devolví el papel.
Y también algunos dólares.
—Gracias por ayudarme.
Él asintió antes de marcharse.
El viento fresco y salado del mar inundó mis fosas nasales y envolvió mi cuerpo mientras los últimos rayos del sol bañaban el buque. En medio del océano, todo parecía ser más fácil, y... yo mucho más libre.
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El segundo día a bordo estaba por terminar.
Recién mañana llegaríamos al primer puerto que conoceríamos por casi un día entero: Funchal, Madeira. Un lugar encantador que sin duda sería más fascinante si lo recorriera con aquella chica de audífonos blancos...
Pero no la había vuelto a ver.
Bueno, al menos el niño ya había entregado el mensaje de vuelta, aunque había tardado un poco, pues Leah se había marchado del sitio en el que estaba. A decir verdad, ella era buena para esconderse, empero no era del todo sorprendente. En un barco con poco más de tres mil personas a bordo, no era extraño el no cruzarse con alguien en específico, incluso durante los catorce días. El transatlántico era enorme.
Por otro lado, todo sería mucho más fácil si simplemente supiera en qué parte del buque se encontraba su camarote..., pero no quería actuar como un acosador. Eso sí que sería muy perturbador, y no quería rehuirla de forma definitiva. Sería un error catastrófico; sobre todo, cuando ya había tenido la suerte de encontrarla otra vez.
Tal vez estaba exagerando, pero existía cierta sincronía entre ella y yo: como, si por algún extraordinario motivo, nuestro encuentro no hubiera sido producto de la casualidad. De todos los lugares del mundo en los que podríamos haber estado, habíamos coincidido en aquella terraza, y ahora en este crucero transatlántico.
Turbado, me levanté de la cama y me quité la playera para solo quedarme con los pantalones del pijama. Quería darme una ducha, aunque antes tenía ganas de escribir un poco. A pesar de mi desconexión con la música, este era un buen sitio para inspirarme y poder componer algo, lo que fuera; por otra parte, si no hubiera escrito gran cantidad de canciones durante mi adolescencia (que luego cogí para mejorarlas), no habría sido capaz de sacar ningún tema en los últimos dos años.
La inspiración me abandonó con la partida de Michael.
Ni siquiera podía sentir como antes mi propia música.
Así que, con mucha más razón, ahora podría aprovechar esta extraña circunstancia para explicarme a mí mismo lo que me sucedía. En el pasado, por lo general, escribía sobre lo que me acontecía o lo que me gustaría experimentar, lo que me encendía... Lo que estaba allí haciéndome sentir vivo.
Pensé en Leah.
Y tuve la sensación de que su existencia sería suficiente motivo para inspirar hasta un álbum entero. El magnetismo que ella poseía no pasaba desapercibido, me había dado cuenta de ello: a su alrededor, yo no era el único que la miraba.
Leah era un centro de atención por naturaleza.
En cualquier sitio atraía las miradas, incluso sin proponérselo, pues era evidente que vivía constantemente en un mundo ajeno. En realidad, eran los audífonos que siempre llevaba lo que creaba la barrera, entre ella y otros.
Entonces, justo cuando estaba por abrir el cajón de la cómoda para sacar el cuaderno donde solía escribir mis antiguas composiciones (aunque ya tenía mucho tiempo de no usarlo, siempre lo llevaba conmigo), alguien abrió la puerta principal del camarote. Me volví sorprendido.