MI SUK
¿Qué fuego podía existir en una vida de vacío?
Fue lo primero que me pregunté en cuanto vi a lo lejos lo escrito en aquel mural en la terraza de uno de los edificios de San Juan. La cuestión no se fue de mi mente, ni siquiera cuando abandonamos el lugar. Sin embargo, lo que aún me mantenía pensativa no era la habitual tristeza que me eclipsaba cada vez que pensaba en algo como esto, sino... lo distinta que ahora resultaba esa misma congoja: no era que ya no estuviera, pero ya no estaba desnuda con las puntas filosas.
Algo nuevo empezaba a latir en mí.
Era... un suspiro apasionante.
Y a la vez lleno de dolor.
Después de la breve parada, continuamos nuestro trayecto en el Paseo de la Princesa. Iba sumergida en mis adentros, pero yo no era la única que permanecía un poco ausente. Mason tampoco había pronunciado palabra desde terminado el desayuno.
—¿Pasa algo? —me atreví a romper el silencio mientras andaba a su lado—. Has estado muy callado, lo que es extraño en ti.
Él me miró por el rabillo del ojo.
Mantenía las manos dentro de los bolsillos delanteros de su bermuda y casi no se había detenido en el camino para tomar fotografías. Ni siquiera cuando atravesamos la icónica Fuente Raíces. Era evidente que algo también rondaba su mente.
—¿Te parece extraño?
Me encogí de hombros.
—Nunca sueles estar tan callado —apunté.
De pronto, Mason se detuvo.
Yo dejé de avanzar.
Estábamos en un camino empedrado y estrecho, flanqueado por frondosos arboles y plantas con coloridas flores. En este tramo del paseo casi no había personas caminando, tampoco tiendas de artesanías y cafeterías por doquier. La paz se respiraba como el canto de una mañana en un campo alejado de la ciudad.
—¿Podemos sentarnos un momento? —sugirió Mason al mismo tiempo que señaló una banca de madera que estaba bajo la sombra de un árbol al costado del camino—. De todos modos, no falta mucho para llegar al Castillo.
Asentí, un poco dubitativa.
Los dos tomamos asiento en la pequeña banca y nos mantuvimos allí, rodeados de la brisa costera, el barullo propio de la naturaleza y el canto grácil del océano Atlántico que rompía contra las grandes rocas y las murallas por debajo de nosotros. También, procuré que nuestros muslos no se rozaran, pues no quería sentir hormigueos en la piel.
—Este lugar es tan tranquilo que podría dormirme en cuestión de minutos —comenté con la atención fija en el horizonte azul y las manos descansadas sobre mi regazo—. Es difícil encontrar un sitio como este en donde yo vivo.
Mason curveó una comisura de sus labios.
—Si es así, podrías recostarte en mi hombro.
Contuve las ganas de sonreír.
—Solo era un comentario, pero... —decidí salirme por la tangente—, ¿en verdad la caminata que llevamos te ha agotado tanto?
Mason se veía atlético, así que era improbable. En ese aspecto, yo era la que tenía una seria desventaja. Mi complexión era delgada, no tenía uno de esos cuerpos esbeltos, tonificados y moldeados. Más bien, era un poco menuda y sin muchas curvas.
—De ninguna manera me he agotado —replicó él con una ligera risita entre dientes antes de volver a ponerse serio—. Solo que... quiero hablarte sobre un tema en el que he estado pensando durante este recorrido. Lo que me produjo aquel mural que vimos.
Un nudo se instaló en mi pecho.
Sonaba como ausente.
—Entonces... te escucho.
Mason suspiró antes de hablar.
Aguardó durante largos segundos.
—Hubo un tiempo... en el que pensé seriamente en la posibilidad de morir —comenzó a decir en un susurro que acompañó al silbido del viento—. El primer mes después de la muerte de Michael..., fue lo más parecido a un infierno que he conocido. Nunca había tenido que soportar tanto sufrimiento.
Me estremecí con sus palabras.
Y mi corazón comenzó a latir un poco más deprisa.
A mi lado, Mason tensó ligeramente la mandíbula y luego mantuvo los ojos entornados, con la atención puesta al frente. Se esforzó para mantenerse relajado, pero sabía que estaba recordando un pasado doloroso, una herida en terrenos fragosos.
—Michael tenía el mismo tipo de alma que la mía. Era desbordante y apasionado, le gustaban los riesgos, y si algo le quitaba el sueño... no paraba hasta conseguirlo. Nuestros sueños, desde siempre, fueron la base del sueño del otro; porque, si él faltaba, el mío no era nada y al contrario lo mismo. Cuando Michael se fue... solo me mantuve en pie por mis padres, y por aquello que siempre nos prometimos como una regla incuestionable: pasara lo que pasara, jamás íbamos a rendirnos.
Su voz se mantuvo firme.
Pero se percibía desgarrada.
—Así que..., hice todo lo que estuvo en mis manos para salir de esa oscuridad, y lo logré con ayuda de terapia profesional; poco a poco lo fui superando. Con el tiempo, las cosas mejoraron, pero... me quedé vacío, seco. Un día, me levanté y descubrí que mi fuego me había abandonado, era como si nunca hubiera ardido en mi interior. Ya ni siquiera podía reconocerme, como si estuviera bajo la piel de un extraño... Todo lo construido estaba a punto de desmoronarse, y necesitaba un último esfuerzo para impedirlo, para no rendirme; por eso decidí venir a este crucero.