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Capítulo 37

MI SUK

Era el último día a bordo.

Recordaba con nitidez lo sucedido en la noche anterior durante la tormenta, por lo que no podía pretender que había sido cosa de un sueño. Actué casi sin pensar, solo... seguí mis instintos, y no estaba arrepentida; sin embargo, un nudo incómodo en alguna parte de mi pecho no se desvanecía. Una sensación que no estaba hasta esta mañana.

¿Podía creer en un nuevo destino?

Conocía a Mason, tal vez no había pasado tanto tiempo, pero... sentía que conocía su corazón, porque algo era cierto: algunas personas aparecen y se transforman en tu hogar, mientras que otras, aunque siempre hayan permanecido, nunca se vuelven guarida. No veía ningún reflejo de mentira cuando me miraba, tampoco de duda. Y era evidente que veía en mí lo mismo que yo veía en él.

Mi ser resonaba con el suyo.

Estaba empezando a soñar con posibilidades, a tener ganas de seguir en este mundo y a no acabar con mi existencia como ya lo había premeditado en mis peores horas en mi vacía habitación de Seúl... De pronto, la vida contenía nuevos horizontes que se me antojaban explorar. Era tan real que parecía fantasía.

Pero allí estaba, la pregunta silenciosa:

¿Soportaría otro golpe si las cosas salían mal?

Durante años, había estado convencida de que así sería siempre para mí, que los otros jamás podrían quererme. Desde que perdí a mi madre, me hice invisible para todos los demás. Nunca volví a ser importante para nadie, y tampoco nadie lo fue para mí.

Y así estuvo bien.

Podía vivir con ello.

Hasta que... se desvanecieron mis ganas de soñar y comencé a planear, con fría certeza, mi propia muerte. Para entonces, no encontraba ningún motivo para seguir. El fuego que me hacía vivir había abandonado mi corazón y lo había dejado en cenizas.

Y ahora, por primera vez, podía sentir una llama.

Ya no me sentía sola en el mundo.

──── ∗ ⋅✧⋅ ∗ ────

Mason sonrió al verme.

—Supongo que aún no te has arrepentido.

—Ni siquiera lo he considerado.

Aquella vez, en una de las bancas que estaban a lo largo del estribor del buque, mirábamos absortos el inicio del último día a bordo; los colores cálidos, como sangre derramada, se fundían con las nubes y se desvanecían sobre la faz de las aguas. Era difícil de creer que apenas hubieran pasado trece días y yo ya me sintiera como casi otra persona por completo. Incluso el sol, el mar, el propio aire se percibían diferentes.

Parecía cosa de magia.

—¿Segura?

—¿Por qué lo dudas?

Mason se acercó un poco más a mi lado y colocó su mano sobre la mía. Apenas fue un leve contacto, pero todas mis terminaciones nerviosas se concentraron en ese inofensivo roce. La descarga sacudió mi cuerpo, y también una oleada de tranquilidad me recorrió. Cuando estaba a su lado, todas las piezas parecían estar en su lugar. No había espacio para ninguna fisura. Entonces supe que unas manos unidas no solo significaban amor, también paz y seguridad.

—Bueno, hace algunos días... todavía no estabas segura de querer ser mi compañera de viaje —me recordó con simpleza y cierta dulzura—. Tuve que insistir casi como un loco desquiciado. Y la verdad es que, si somos sinceros, resulté un poco atemorizante.

Sonreí y apoyé mi cabeza en su hombro.

Mason aseguró nuestra unión sobre su regazo.

—Lo sé, pero me alegra que hayas insistido.

La brisa del mar despeinó mi cabello y algunos mechones jugaron en mis mejillas. El océano Atlántico se presentaba imponente e infinito. El centro del universo, al menos en este instante, giraba justo en medio de nosotros.

—Lo sabía.

Alcé la barbilla.

—¿Sabías qué?

—Que tú también lo deseabas.

Me reí entre dientes.

—¿Ahora te jactarás sobre eso?

—No, pero yo también me alegro de haber seguido mi instinto —replicó Mason—. Si le hubiera hecho caso a mi juicio, creo que me hubiera rendido ante tu primera negativa. Aunque..., entre todo esto, creo que me he saltado un paso importante.

Fruncí el ceño y aparté la cabeza de su hombro.

Sus labios se curvaron en una sonrisa.

—¿De qué paso hablas?

—Se supone que no debo besar a la chica antes de la primera cita.

Su sonrisa se ensanchó y yo arqueé las cejas.

—¿Me estas invitando a una cita?

—Sí, creo que sí.

—Bueno, creo que... podría aceptar una cita contigo.

Su mirada caótica se fijó en el horizonte y, de pronto, su expresión adoptó un tono melancólico. Sus cabellos castaños y ondulados que sobresalían de su frente ondearon con la brisa marina. Su piel blanca adoptó un tono dorado, cálido.

—Mañana, cuando arribemos en Fort Lauderdale..., ¿tomarás ese vuelo que ya tienes programado para Seúl?




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