El sonido de la lluvia golpeando la ventana me despierta. Abro los ojos lentamente y me encuentro con el familiar techo de mi habitación.
El gris del amanecer se cuela por las cortinas, llenando el espacio de una melancolía que me recuerda a mi infancia.
Mi nombre es Antonio , y aunque hoy en día llevo una vida relativamente tranquila, mis primeros años fueron una serie de desafíos que parecían insuperables. Sin embargo, siempre hubo una constante en mi vida: mi madre, Stefanie.
Recuerdo claramente los días fríos de invierno en nuestra pequeña casa de las afueras de la ciudad. El lugar era humilde, con paredes desgastadas y un techo que goteaba cada vez que llovía. Aun así, mi madre siempre encontraba la manera de hacernos sentir abrigados y seguros. Ella era la luz en medio de la oscuridad.
Peru- Lima: 2008.
Tenía ocho años y estaba sentado en el suelo de la sala, jugando con mis viejos juguetes de segunda mano. Mi madre, a pesar de estar agotada por su trabajo de doble turno en la fábrica de costura, siempre me dedicaba una sonrisa cuando cruzaba la puerta.
-Mamá, ¿puedo ayudarte con algo?-le pregunté una noche, notando las ojeras profundas que tenía.
-No te preocupes, mi amor -respondió ella,acariciando mi cabello con ternura-. Tú solo preocúpate por ser feliz y estudiar mucho. Un día tendrás una vida mejor, te lo prometo.
Esas palabras se grabaron en mi mente como un faro en la tormenta. Cada vez que la vida se volvía difícil, pensaba en la promesa de mi madre y encontraba la fuerza para seguir adelante. Ella me enseñó que, aunque no podemos cambiar nuestras circunstancias, podemos cambiar nuestras actitudes ante ellas.
Ahora, muchos años después, me encuentro frente al espejo de mi baño, preparándome para un nuevo día. El hombre que me devuelve la mirada ha recorrido un largo camino desde aquel niño de mirada triste y ropas raídas. Hoy soy una persona como dicen hecho y derecho, con una familia y una casa que mi madre habría considerado un palacio.
Sin embargo, los recuerdos de mi niñez no se desvanecen, ni quiero que lo hagan. Son parte de lo que soy, de lo que me ha formado. Y cada logro, cada éxito, se lo debo a la mujer que nunca dejó de creer en mí, incluso cuando yo mismo dudaba.
Esta mañana, antes de salir de casa, paso por la pequeña mesa en el pasillo donde tengo una foto de mi madre y yo. La tomo entre mis manos y sonrío.
—Gracias, mamá —susurro—. Por todo.
Cierro la puerta detrás de mí, decidido a hacer de este día uno que valga la pena, sabiendo que llevo su fuerza y su amor en cada paso que doy.