Mis padres iniciaron su viaje dos semanas atrás, y solo faltaban dos días para que volvieran cuando recibí la llamada. Gracias a los datos proporcionados por el agente que habló conmigo, supe en el momento quién fue el culpable, aun si la policía no sabía ni por dónde empezar a buscar.
Mis padres, y otros profesores de la universidad de Prusher estaban en un viaje organizado por los directivos de la sede. Era una actividad pensada para estudiar la posibilidad de realizar ciertos viajes fuera de la ciudad con los estudiantes, pero solo habían elegido a unos cuantos para hacer el intento.
Para empezar, escogieron como destino algunos museos de Illinois. Su trabajo era visitarlos y, a partir de lo que vieran en cada exposición, planear el itinerario para llevar a los estudiantes cuando llegaran los verdaderos viajes.
Todo fue bien los primeros días: cumplieron su objetivo antes de lo planeado, por lo que podrían volver a la ciudad cuando quisieran. La mayoría de ellos decidieron quedarse en Illinois para aumentar sus vacaciones, alegando que todavía les faltaba visitar los museos y demás lugares históricos.
Mis padres, en cambio, sí quisieron volver cuando terminaron las visitas. En primer lugar, extrañaban la comodidad de nuestra casa y no querían cambiarla por el aire artificial de los hoteles; además, amaban su profesión como maestros; a pesar de las dificultades y dolores de cabeza, ellos siempre decían que no había mayor recompensa en el trabajo que ver a los chicos de sus clases triunfando en la vida y dejando en alto el nombre de la ciudad… los dos veían en cada persona a un futuro portador de sus conocimientos.
Su viaje de regreso estaba planeado para el lunes a primera hora, una semana antes de lo planeado. No avisaron a nadie, de seguro para darme una sorpresa a penas llegaran. Tenían que pasar el fin de semana en el hotel junto a los otros profesores.
En la noche del sábado 13 de octubre, un día después de que llegara la carta de Dante Vitale, el hotel escogido por los directivos de la universidad de Prusher para albergar a los profesores en su primer viaje fuera de la ciudad, presentó una pequeña fuga de gas, que terminó con las vidas de algunos turistas, dejando a muchos otros heridos, pero fuera de peligro.
Por lo menos esta fue la explicación que dieron en el hotel, y la que más tarde recibí por parte del agente encargado del caso… pero yo conocía la verdadera historia, que distaba mucho de esta versión.
Claro que no lo supe enseguida, sino en las horas siguientes a la llamada. Mientras el agente (cuyo nombre no recuerdo) trataba de darme la noticia de forma delicada, lo único en lo que podía pensar era que ahora estaría sola, que mis padres llevaban muertos tres días y yo no lo sabía. Durante esos días yo había reído y disfrutado la vida como si nada, mientras sus cuerpos sin vida eran identificados por otra persona.
Ahí te va un dato curioso: los únicos huéspedes que murieron en el incendio fueron los profesores de la ciudad, a excepción de uno que había salido unos minutos antes del accidente, y fue el encargado de aportar la información de sus compañeros.
Entre el llanto y los sollozos, de alguna forma le expliqué a Louis lo que pasó. Él trató de consolarme y darme palabras de apoyo, pero yo solo quería tiempo para asimilar la noticia, y se lo hice saber.
Louis no protestó; recogió los restos de la cena y ordenó nuestros libros para el día siguiente. Le agradecí en silencio, porque sabía que si abría la boca para decir algo, solo empezaría a llorar de nuevo, destruyendo mi fachada de aparente calma.
Fue al baño y salió minutos después, listo para dormir. Mientras él hacía todas esas cosas, yo me quedé con la vista fija en la alfombra, perdida entre un remolino de color púrpura que la adornaba.
—Ya es hora de dormir —indicó cerca del armario. No dije nada y él abrió un cajón para sacar mi pijama. Se acercó y me lo extendió. No hice ademán de aceptarlo—. No me obligues a ponértelo yo mismo.
Me encogí de hombros y solté un suspiro, entrecortado por el llanto reciente.
—Ven aquí, Beth —habló con una voz suave y me guio hasta ponerme de pie.
Entramos al cuarto de baño e insistió de nuevo en que me cambiara de ropa. Ante mi falta de respuestas, cumplió su amenaza.
Bajó el cierre de mi vestido y lo retiró por la cabeza. Hizo una bola con la prenda y la arrojó al cesto de la ropa, al tiempo que tomaba el pijama y lo ponía como si de una muñeca se tratase, sin movimientos por mi parte mas que los necesarios para no dificultar su tarea.
Durante todo el proceso no sentí nada a parte de una absoluta indiferencia por lo que pasaba. No fue nada incómodo, porque él ya me había visto en peores circunstancias como para preocuparse de algo tan banal. También se encargó de lavarme los dientes, y luego volvimos a la habitación para tomar asiento en mi cama.