—Dos cervezas, un Jack Daniel's y tres botellas de agua, una con gas... Alma...¿Me estás escuchando?
Diego agitaba su mano frente a mis ojos para hacerme volver a la realidad. Supongo que me habría repetido la comanda varias veces y yo, en mi mundo de nuevo no le había escuchado. Le miré unos segundos confundida y él, me apretó con cariño la mano y me repitió el pedido. Empezar a trabajar en nuestro pub, fue más terapia que necesidad, contaba con una buena beca para mis estudios que me cubría ampliamente mis escasos gastos, pero mi vuelta a los infiernos trajo consigo un principio de antropofobia.
Nunca fui tímida, me encantaba relacionarme con gente de todo tipo y conocer sus historias, porque a veces donde menos lo esperas encuentras la inspiración para el mejor de los libros, pero a mí ya conocida ansiedad se sumó el miedo a la gente. Si alguien me miraba más tiempo del que yo considerara adecuado, mi respiración se desataba, no conseguía entablar conversación incluso con gente allegada, aunque con ellos lograra aparentar algo más de normalidad hasta que de repente olvidaba que estaba a punto de decir y entraba en pánico, los espacios cerrados se me antojaban una cárcel de la que sería imposible escapar.
Comencé a hacer ejercicio más a menudo. Todas las mañanas arrastraba a Bárbara y Andrea a un parque cercano a casa y corríamos durante una hora, antes de irme a clase y ellas al trabajo, siempre juntas. Una mujer sola antes del amanecer nunca se sentía segura del todo, fruto de la podrida sociedad en la que por desgracia nos tocó vivir. Dejé de salir por las noches y mis desplazamientos eran siempre en coche y a casa de los chicos, los únicos con los que mi ansiedad se comportaba. Con el paso de los meses y la llegada de Diciembre, me sentía más fuerte para ir afrontando pequeños retos, primero salir a un centro comercial con las chicas, después moverme de nuevo en metro por Valencia y finalmente, aceptar la propuesta de Diego de trabajar en una de las barras del pub, a mi ritmo y siempre con su ayuda y la de su mujer, Maika.
Gracias a su infinita paciencia y el desparpajo de Maika, sacaba adelante el turno. Cuando algún que otro cliente intentaba pasarse de la raya, fuera siendo grosero conmigo o demasiado amable, ella se encargaba de dejarle bien claro, que ni éramos sus criadas ni ganado al que elegir en una subasta.
Con ellos aprendí algo tan básico como defenderme, plantarle cara a otros de mis miedos y entender, que podía volar del nido y buscar mis sueños en Barcelona dentro de 6 meses.
Seis meses. Ese era el tiempo que faltaba para decirle adiós a Alma. Y era ese el tiempo en que debía seguir viéndola de lejos, sonriendo sin ganas cada vez que me miraba porque no era a distancia desde donde quería hacerlo.
Estaba en la barra, con Diego acariciándole la mano, como hacía cada vez que la mente de Alma amenazaba con irse lejos de esta realidad y ella le sonreía con calidez. Maika a su lado, me miraba y me lanzaba un beso haciéndome reír, consciente de donde estaban perdidos mis pensamientos y se acercó con la excusa de ver si necesitaba algo más.
— ¿Donde te has dejado a la rubia, Gabe?— me preguntó apoyándose en la mesa.
— En casa con mi sobrina, Álex está corrigiendo exámenes y está para poco el pobre.
— Mi Lunita no, a ella la veré el sábado que Alma libra y tienen noche de chicas. Hablo de la de bote, de la que te mira como si pudiera fundirte la ropa.