Cuando desperté me encontré flotando sobre unas tablas en mitad del océano. Me dolía mucho la pierna izquierda, a la altura del muslo. Descubrí que la tenía ensangrentada.
El mar se había calmado totalmente, igual que el cielo. A mi alrededor había algunos restos del casco del barco, pero no vi ninguna señal de mis compañeros. Me encontraba solo y a la deriva, todavía un poco aturdido del golpe, y la herida me dolía cada vez más. Rasgué mi camiseta y me apliqué un torniquete en la pierna lo mejor que supe para cortar la hemorragia. Recorrí todo el horizonte con la mirada y comprobé, desolado, que no se veía tierra por ninguna parte. Perdí toda esperanza de sobrevivir.
Unas horas después empecé a sentir hambre y sed. Y al oscurecer, frío. Mi agonía iba a ser lenta y dolorosa, pensé. La desesperación se apoderó de mí, junto con una sed cada vez más sombría, y estuve a punto de beber del agua salada que tenía a mi alrededor. En el último momento la fortuna se puso de mi lado en forma de suave lluvia. Me recosté con la espalda contra las tablas, abrí la boca y bebí. Nunca antes el líquido elemento me había sabido tan bien.
El agua me dio la vida, e incluso sonreí en una mueca cercana a la locura. Cuando sacié la sed me incorporé. Una blanca y grande luna llena brillaba en el cielo nocturno. Sentí un leve mareo, la vista se me nubló unos segundos, pero finalmente me recobré. Entonces vi algo a lo lejos.
Al principio la imagen era demasiado borrosa para poder identificarla, pero poco a poco se volvió más clara. Era una figura humana envuelta en niebla. Distinguí que la figura llevaba puesta una túnica blanca y que lucía una melena larga, lacia y negra como el azabache. Era una mujer joven de piel muy pálida y ojos negros. Extraña y hermosa. Parecía levitar sobre el mar mirándome y gesticulando lánguidamente. Vi como movía los labios. Comprendí que me hablaba. Su voz llegó hasta mis oídos como si viniera desde muy lejos. Tardé unos segundos en comprender lo que decía:
—¡Edgar! ¡Edgar!
¡Era mi nombre! ¡Me estaba llamando! ¿Era posible? Todavía hoy no me atrevo a decir si fue sueño o realidad. Esa funesta aparición despertó mis sentidos y me atrajo irresistiblemente hacia ella y hacia mi perdición.
Nadé ciegamente sobre las tablas, sacando fuerzas no sé de dónde, hasta que por fin llegué a una playa. Entonces la aparición se desvaneció y yo, tendido sobre la arena y mortalmente agotado, de nuevo me desmayé.
Tuve sueños perturbadores poblados de imágenes de pesadilla, pero soy incapaz de recordar los detalles. Me desperté en la cama de una rara habitación. Estaba decorada con muebles que parecían tener como mínimo medio siglo de antigüedad. A mi izquierda había una ventana entreabierta y a mi derecha una puerta cerrada. Intenté incorporarme pero el esfuerzo me dejó tan debilitado que estuve a punto de perder el sentido una vez más. Una oscura nube recorrió mi frente y ofuscó mis sentidos. Pero estos rápidamente se desperezaron cuando alcé la vista hacia arriba. Sobre mí, colgada en la pared, había una figura que representaba a Cristo en la cruz. No se parecía a ningún crucifijo de los que había visto hasta entonces. Era de una crudeza y brutalidad exagerada. Más que una representación devota, parecía algo sacrílego, como si hubiera sido hecha por el Diablo para regocijarse del sufrimiento del hijo de Dios.
Tuve que desviar la mirada. Con las pocas fuerzas que me quedaban grité:
—¿Hay alguien ahí? ¿Alguien puede oírme?
Oí unos pasos en la habitación de al lado. La puerta se abrió. Un hombre entró y se dirigió hacia a mí. Era alto, de mediana edad. Sus ojos eran pequeños y hundidos, y tenía una prominente mandíbula mal afeitada. Lucía unas vestimentas anticuadas y, en conjunto, su aspecto era más intimidante que cordial. Me miró sin hablarme, como esperando algo.
—Por fin te has despertado —dijo por fin con una sonrisa torcida—. Llevas dos días inconsciente y delirando. Pensábamos que ya no te salvarías.
—¿Dónde estoy? —musité con dificultad—. ¿Cómo he llegado aquí? ¿Quién es usted? —Sobre todo la última pregunta le sorprendió.
—Aclararé tus dudas más tarde. Primero es necesario que te vea el médico. ¡Liliana! —exclamó alzando la voz.
Una muchacha apareció en el umbral de la puerta. Su figura me resultó familiar pero no supe por qué.
—¿Sí, padre? —dijo tímidamente.
—Dile a tu madre que prepare una sopa caliente y después ve a avisar al médico. Nuestro visitante se ha despertado.
La muchacha asintió, dio media vuelta y se marchó.
—Tranquilo. Estás en mi casa. Yo y los míos te cuidaremos bien —me dijo después el hombre. Sus palabras no me resultaron nada tranquilizadoras. Había algo en su mirada que no me gustaba.
Mientras esperaba a que viniera el médico, me contó que estábamos en la isla de Vepar. Le dije que nunca había oído hablar de ella y se sorprendió de que no la conociera. Le juré que no y acabó por convencerse, quedándose muy satisfecho. Me explicó que estaba cerca de la isla de Sálvora, pero que poca gente la conocía. De hecho, dijo, apenas mantenían contacto con sus vecinos ni con el resto de la costa. Eso explicaba sus indumentarias y sus muebles anclados en el pasado, pensé.
Me contó que me habían encontrado inconsciente en la playa. Estaba medio desnutrido, deshidratado y malherido, y me habían llevado a su casa para curarme. La isla era muy pequeña y carecía de hospital. Lo único que tenían era un médico que atendía a los pocos miembros de su reducida comunidad.