Estrellas bajo tierra: la fe del pueblo libre

CAPÍTULO IV: EL ENVIADO

- No volveré a beber. Lo prometo. - Aseguró hecha un ovillo en la cama con la cabeza apoyada sobre las piernas de Donnie.

- Dices lo mismo cada vez. - Dijo Rigel acariciando el pelo de la joven.

- En mis tiempo aguantábamos mucho mejor el alcohol. - Anunció Sirio. Sirio era el más mayor del campamento. Tenía 84 años y a pesar de tener una rodilla que, en sus palabras "le daba mucha guerra, especialmente cuando cambiaba el tiempo", su cabeza funcionaba perfectamente.

- Hay personas que aguantan el alcohol mejor que otras. Y algunas llevan muy mal las resacas. Las personas son iguales ahora que siempre, Sirio. Siempre serán así. - Explicó Rigel, como siempre siendo tan razonable.

- No hijo, no. Ahora las cosas son muy distintas a como eran antes. Antes había algo que ahora no existe, libertad de pensamiento. Antes podías pensar lo que quisieras, incluso decir lo que quisieras y no había consecuencia alguna. Países enteros se unían para luchar por la libertad de las personas. La gente salía libremente a las calles, a las plazas, a gritar por la igualdad. La gente defendía sus ideales, incluso había quienes estaban dispuestos a morir por ellos. - Sirio miraba al techo mientras hablaba y Antares le miraba a él con auténtica fascinación. Siempre contaba historias. Historias de tiempos pasados, de lugares que parecían tan lejanos a pesar de no ser tan remotos geográficamente, sólo remotos en el tiempo. A Antares le encantaba oír esas historias. La última vez que vio a un gran número de personas reunidas en una plaza por un mismo ideal, una pira de libros ardía en el centro de esta.

- No te engañes, Sirio. Las ideas siempre son las mismas, no han cambiado, ni cambian, ni cambiarán nunca. Siempre hay unos pocos arriba y una multitud abajo. Todos apoyan las ideas de sus líderes y los que piensan diferente son excluidos y repudiados. Y entonces, hay una revolución y una guerra y gane quien gane dicha guerra, siempre otros pocos quedarán arriba y otra multitud quedará abajo. Es como el actualismo geológico que explicaba Charles Lyell, a lo largo del tiempo la Tierra cambia, pero no cambian los procesos que hay en ella, aunque él lo enunció para entenderlo al revés, pero el caso es el mismo. Las personas van cambiando, las ideas no. - Dijo con la mirada perdida clavada en la pared. - Tan solo tienes que asegurarte de estar en el bando ganador.

- No en el ganador, Rigel. Sino en el bando correcto. - Corrigió Antares.

- ¿Y cuál es el bando correcto, Anti?

- Aquel que te permita hacer las cosas de manera que nunca tengas que arrepentirte. - Ella giró la cabeza para mirarle y sonreírle. Unos golpes sonaron al otro lado de la puerta.

- ¡Rigel!¡Antares! - Spica abrió la puerta acelerada. - Los vigían han divisado a un hombre desconocido acercándose a la puerta principal. - Dijo casi sin respirar. Rosalind se levantó de golpe, tanto que se mareó y estuvo a punto de tener que apoyarse en Donnie, pero al final logró mantener el equilibrio.

- Avisa a Cas, que vaya a la puerta delantera inmediatamente. - Ordenó Rosalind haciendo uso de su rango como alto cargo de la División Armada.

- Ya he enviado a alguien a hacerlo. - Le respondió ella.

- Bien. Busca a Vega y a Tor y que se aseguren de que los vigías estén atentos a cualquier otra amenaza. - Dicho esto, y sin dejar que Spica le respondiera, ella y Rigel salieron corriendo por los pasillos del bunker en dirección a la puerta delantera.

Cuando Matt salió y todos estuvieron seguros de que los vigías no veían a nadie más acercarse, fue con Rosalind al encuentro de aquel hombre, que más que un hombre era un muchacho de unos veinte años, para que no se acercara demasiado al campamento. Ambos habían salido corriendo de sus habitaciones, habrían salido en pijama si hubiera sido el caso, pero ninguno de los dos olvidó coger su arma, las cuales llevaban bien amartilladas. Antares la ocultaba siempre en el bolsillo interno de su cazadora. Matt la llevaba metida en la parte de atrás del pantalón, cogida con el cinturón, cubierta siempre por sus camisetas. Caminaban solos, pero en realidad, no lo estaban. Muchos ojos vigilaban desde lo alto. Dann se había subido al puesto de vigilancia que mejores vistas ofrecía para no perder de vista a su hermano mayor, junto a él había ido Régulo, otro de los miembros de la División Armada. Era el mejor francotirador que tenían, de hecho, el mejor que cualquiera de ellos había conocido. Nunca fallaba un disparo, y hacía tiempo que tenía al intruso en su punto de mira.

- ¡Alto! -Grito Matt alzando la mano cuando el hombre se encontraba sólo a unos metros de distancia. - ¿Qué os trae tan arriba, señor?

- Mathew O'Connor. - Dijo el hombre, que se había parado siguiendo la orden. - ¿Eres Mathew O'Connor verdad? - Matt y Rosalind se miraron el uno al otro desconcertados. - Y tú eres Ros...

- ¡Cállese ya, por los dioses! - Le grito Matt.

- Sólo hay un Dios, señor. - Decir esa frase en un lugar como aquel no era lo más acertado, puesto que, a pesar de que había muchos creyentes dentro del campamento, eran muchos más los creyentes contra los que estaban en guerra.

- Identifíquese. - Le pidió Rosalind.

- Mi nombre es...

- No nos importa su nombre, aquí no hay nombres. - Explicó Matt que empezaba a perder la paciencia. No era un hombre con mucha paciencia. - Lo que queremos saber es de donde viene y porque está aquí.

- Soy emisario y embajador de la base central del CES y traigo noticias para Math, para... - Dirigió la mano a su bolsillo, eso hizo que los otros dos dirigieran la mano hacia sus pistolas y las sacaran rápidamente. El joven, asustado, levantó las manos tan rápido como pudo y dejó caer el papel que había intentado sacar del bolsillo inocentemente. Antares y Matt se miraron una vez más, exasperados, y bajaron las armas. Matt hizo un gesto levantando el brazo, haciendo que todos aquellos que les observasen se calmaran, ya que había sido una falsa alarma.




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