Evadne, la sirena perdida

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Sospechas

Mi nombre es Eva. Nací hace dieciséis años en Tarifa, un municipio gaditano situado al sur de España.

Mi madre, Helena, llegó a este lugar hace más de dieciocho años. Ella se crio en Yellowknife, la capital de los territorios del Noroeste de Canadá. Harta de las frías temperaturas de aquella parte del mundo, decidió marcharse en busca de un lugar más cálido junto al mar. Consiguió un trabajo como investigadora en una fundación suiza para la protección de ballenas y delfines en el Estrecho, y sin pensárselo dos veces, abandonó su país para instalarse en el sur de Andalucía.

Tarifa era conocida por los fuertes vientos de levante y poniente que soplaban la mayor parte del año. Estaba considerada como uno de los mayores paraísos para los deportes de viento, y en la última década había supuesto un importante centro turístico para los fanáticos de Dios Eolo.

Su punto clave en la geografía europea, separada del continente africano por tan sólo catorce kilómetros por el Estrecho de Gibraltar, hizo de Tarifa uno de los pueblos con mayor historia y hazañas épicas. Hacía siglos que la naturaleza dotó a esta zona de las mejores corrientes en el cruce de los dos mares, el Mar Mediterráneo y el Océano Atlántico.

Mamá adoraba Tarifa. Al poco tiempo de llegar compró una propiedad en la ladera de una colina. Desde allí se divisaba Valdevaqueros y el final de la bahía con su espectacular duna. A mamá le encantaba sentarse en la terraza todas las tardes con una taza de té para contemplar la puesta de sol tras la línea infinita del mar. Decía que era el único momento del día en el que conseguía estar cerca de su tierra.

Mi padre desapareció cuando yo sólo tenia cuatro meses. A mamá no le gustaba hablar de ello, decía que su corazón aún no se había recuperado y nunca me contaba nada de él. Yo no le insistía, me había criado sin la figura paterna desde un principio y prefería no hacerle sufrir con preguntas que en realidad no me solucionarían la vida.

Lo único que conservaba de él era un colgante con forma de concha engarzada en plata. Mamá me lo regaló al cumplir los quince años, decía que ya era lo suficientemente mayor para cuidar de él. Desde entonces, y aunque nunca llegara a conocer a mi padre, jamás me despojé del colgante.

La relación con mi madre es los últimos meses no estaba siendo precisamente buena. Lo cierto es que no sintonizaba con ella. Mamá siempre se mostraba preocupada por su trabajo, pero últimamente ni siquiera me hacía caso; no íbamos por el mismo carril. Por eso aprovechaba los momentos de soledad con mis amigos, me escapaba de casa cada vez que Miki sentía el impulso de ir a la caza de criaturas fantásticas y así pasábamos el rato riendo y charlando.

Hacía una noche fresca y húmeda la madrugada que había quedado con mis dos mejores amigos en la playa para contemplar la luna llena reflejada sobre el mar.

Miki era un friki del mundo submarino. Aseguraba que si se miraba fijamente al mar en las noches de luna llena, se podían ver criaturas misteriosas asomar a la superficie.

Aurora y yo le seguíamos en busca de sus seres chiflados con la excusa de salir de casa para componer las letras de nuestras canciones. Pasar la noche en la playa bajo la luz de las estrellas y con el único sonido de las olas al romper en la orilla, era una buena manera de inspirarse. Ambas compartíamos la misma afición por la música, nos encantaba imaginar situaciones románticas con amores platónicos, y escribíamos sobre ello —aunque ninguna de las dos supiera lo que de verdad se sentía cuando uno se enamora—.

Aurora llegó a Tarifa hacía tres años, cuando sus padres decidieron mudarse a aquella zona para abrir un restaurante. No conocía a nadie en el pueblo y me ofrecí para ayudarla en todo lo que necesitara, supongo que empujada por el hecho de que mi madre también había sido una forastera en una tierra y un idioma desconocidos.

Aurora me cayó bien desde el principio. Ambas éramos unas adolescentes bastante delgadas y poco llamativas. Al contrario que muchas compañeras de instituto, Aurora y yo no solíamos vestir a la última moda, ni nos preocupaba el último grito en complementos, simplemente considerábamos que había cosas más importantes que emperifollarse como maniquíes de pasarela. Por ejemplo, los amigos.

En clase nos habían puesto el mote de Zipi y Zape, porque aparte de estar siempre juntas, Aurora poseía un cabello dorado como el sol y yo, por el contrario, tenía una melena oscura como la noche. Solíamos llevarlo recogido en una trenza para no tener que arreglarlo, era más rápido levantarse por las mañanas y sujetarlo con una goma, que andar cepillándolo y alisándolo como hacía la mayoría de las chicas a nuestra edad.

A Miki no parecía importarle nuestro aspecto. Él y yo fuimos al mismo colegio desde la infancia, y nos habíamos convertido en amigos inseparables. Por suerte cuando Aurora se unió al grupo, ambos congeniaron a la primera, y así fue cómo desde aquel día formamos una pandilla.

Aquella noche Miki se dispuso a colocar su cámara de alta precisión sobre un trípode. Enfocó el objetivo hacia el mar y pulsó el botón de grabar.

—¿No te cansas de hacer siempre los mismo? —pregunté a mi amigo.

—Y tú, ¿no te aburres de escribir canciones una y otra vez? —dijo señalando el libreto que tenía entre mis manos.

—Tienes razón —repliqué abrazando el cuadernillo—. Supongo que somos una especie de extinción.

Miki se sentó a mi lado sobre la arena húmeda.

—Ya verás como algún día descubro que ahí dentro hay vida extraña —se quedó embelesado mirando la brillante luz que reflejaba la luna sobre el agua.

El mar está en calma y las suaves ondas que se deslizaban en la orilla parecían plata oscura. Observar aquel rítmico vaivén de las olas resultaba incluso hipnotizador. La noche era tan clara, que se podía divisar la línea de las montañas de Tánger.



#10429 en Fantasía

En el texto hay: sirenas

Editado: 03.10.2021

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