Veo el sol del atardecer escondiéndose entre el campo de trigo, es una imagen que me genera algo de tristeza y nostalgia; bajo la mirada y veo mi atuendo, noto que es de la época a la que pertenezco, un vestido largo y algo sucio por la tierra, con mangas amplias y algo luidas por el uso y el tiempo. Tengo una canasta sosteniendo contra mí cadera en la cual hay frutas y verduras recién cortadas. Mis manos son de trabajadora, tengo cayos y tierra en las uñas.
—¡Tila! ¡Ya es hora de cenar!— una voz infantil grita con fuerza, volteo en su dirección y veo a un pequeño niño de cabellos rubios y ojos grandes y verdes, me hace señas con la mano para que avance hacia él —¡Anda! ¡Corre!— se aproxima hacia mí y me toma de la mano jalándome para que me dé prisa.
Caminamos entre la hierba, él va dando pequeños saltitos sin soltar mi mano. Llegamos a una cabaña pequeña, pero acogedora, el frío empieza a arreciar y entramos de inmediato haciendo crujir la puerta al abrirla. Dentro hay una familia que me ve con alegría, la mujer y su hija dejan los recipientes con comida en el centro de la mesa, están rebosantes de verduras y carne, puré de papa y jarras con vino. En la mesa ya sentados se encuentra un hombre de mediana edad y a la cabeza de la mesa un anciano que parece estar ciego.
—Tila, acércate, siéntate a mi lado— me pide el anciano de manera ceremoniosa. Sin cavilar me acerco a él y me siento, estoy tranquila y lo veo con atención. —Muéstrame, muéstrame lo que tus ojos vieron hoy— cuando dice eso extiende su mano hacía mí esperando que haga lo que me pide y sin decirlo una segunda vez tomo su mano entre las mías y me concentro.
Una serie de imágenes pasan por mis ojos, todo lo que hice en el día y parece que el anciano ciego es capaz de verlo, hasta que llegamos a la puesta de sol, ahora lo entiendo, la veía con la necesidad de guardar en mi memoria cada detalle para él y él parece apreciarlo, noto como una sonrisa se plasma en su rostro y una lágrima cae por su mejilla, parece conmovido.
—Tila, ¿No tienes familia?— Escucho de nuevo la débil vocecita del niño que fue por mí.
—Joaco, no seas grosero— le reprende su madre como si la pregunta fuera ofensiva, pero no es así, simplemente es dolorosa.
—Si, tengo familia, tengo hijos— Le respondo mientras alboroto su cabello.
—Y… ¿Por qué no estás con ellos? ¿No los extrañas?— Sus preguntas sinceras, pero infantiles me recuerdan ese peso que cargo en el corazón.
—Cada minuto del día, pero no puedo estar con ellos, ellos están mejor sin mí.
—¿Por qué?
—Joaquín— Le reprende ahora su padre quien le envía una mirada de advertencia.
—Verás Joaquín, a veces las personas a las que amamos están mejor sin nosotros, a veces tenemos que arreglar nuestra vida antes de poder acercarnos y… a veces eso tarda demasiado tiempo— Puedo escuchar mi voz quebrándose.
Después de esa explicación todos en la mesa guardan silencio por mi dolor, como si fuera un momento de luto, después continúan como siempre, el padre ofrece unas palabras de agradecimiento por la comida en la mesa mientras todos cerramos los ojos y escuchamos atentos con la cabeza agachada. Cuando termina el abuelo me da una palmada en la mano y sonríe.
—Apuesto que tus hijos deben de ser personas de bien. Tú eres un ángel— Su frase me toma por sorpresa y me quedo congelada al escucharlo.
—Papá, por favor, no me hagas regañarte como a Joaco— el viejo sonríe divertido.
—Quiero creer que su padre sabrá guiarlos— Pienso en Abraham Morgenstern, el hombre del que me enamoré y dejé atrás, lo abandoné junto con los niños, para su familia. yo no era suficiente y él parecía estarse convenciendo cada vez más.
—¿No los extrañas?— Pregunta la niña con curiosidad y su madre le da un codazo intentando ser sutil.
—Siempre, cada día, cada minuto… pero sé que no me perdonarán lo que les hice, es mejor que me mantenga lejos— Sonrío amargamente mientras intento contener las lágrimas.
Después de la cena todos nos reunimos alrededor de la chimenea, yo decido mantenerme a distancia viendo todo desde la ventana hasta que algo llama mi atención, veo que alguien se mete a las caballerizas de forma sigilosa, decido levantarme de mi lugar y caminar hacia afuera de la casa bajo el argumento de que necesito algo de aire. Camino lo más rápido que puedo y antes de abrir las puertas tomo una pala por si es necesario golpear ese algo o alguien.
Los caballos están inquietos, relinchan y pegan en el suelo exigiendo que alguien les regrese su paz. Tomo una antorcha y solo con verla fijamente está saca un fuego que al principio es de color morado. Sigo caminando revisando cada caballeriza sin encontrar nada, hasta que noto que al fondo hay un bulto que parece respirar; me acerco con cuidado tratando de iluminarlo con la antorcha. De un movimiento rápido una tela negra se extiende frente a mí descubriendo un hombre con los ojos rojos como la sangre y el cabello negro y largo cayendo por su rostro, cuando me doy cuenta esa tela que se levantó era un par de alas membranosas que parecen estar pegadas a su espalda.
—Un demonio— digo en voz baja casi para mí, retrocedo lentamente sin quitarle la vista de encima, parece furibundo y dispuesto a atacar. Se levanta lentamente y noto que está herido. —Solo buscas refugio, espero— Bajo la pala y la termino echando a un costado, mi acto parece contrariarlo, supongo que está acostumbrado a la hostilidad. Camino hacia un cubo de agua que está cerca y corto un pedazo de tela de mi vestido. Coloco la antorcha en alto alumbrando el lugar mientras camino hacia él despacio y con cautela intentando no alertarlo, quiero que note que mis intenciones no son lastimarlo, después de todo ya se lo que se siente ser un apestado que nadie está dispuesto a ayudar—Te voy a limpiar la herida, no planeo hacerte daño— una sonrisa sarcástica se dibuja en su rostro.
Editado: 04.10.2020