Se encontraba escondido dentro de uno de los pequeños armarios de la cocina, la verdad, estaba algo incómodo. Le dolía la espalda por todas las horas que llevaba allí encerrado.
Odiaba cuando alguien venía de visita a casa para hablar con su mamá, porque entonces debía esconderse y no hacer ruido. Y sólo Dios sabía que él y el silencio no eran buenos amigos.
—¿Has oído lo que dicen por las noticias, Mare? — escuchó que preguntaba una de las vecinas. Desde una de las aberturas del armario podía verla hablar con su madre, estaban de pie junto a la puerta— El Gobierno ya ha puesto en marcha la orden de registro para los ciudadanos, también se han comenzado a reclutar miembros para la Brigada.
—Sí, lo sé, no paran de repetirlo por los medios.
—Ya era hora que lo hicieran, no podemos quedarnos así —vio cómo se quejaba la visitante, iba arropada con varios fulares de lana, sus manos escuálidas se cogían al tejido como si quisieran volver a tejerlo, parecía una bruja.
«Vete ya», deseó Aiden reprimiendo una pataleta dentro del armario. Quería moverse y jugar con los muñecos que había construido el día anterior con las ramas, piedras y materiales que su mamá le había traído.
—¡Es un suplicio! No puedo dormir pensando en que esos híbridos —Aiden escuchó las sonoras quejas de la mujer. Pudo ver, a lo lejos, cómo su mamá se colocaba uno de sus mechones pelirrojos detrás de la oreja, su mano estaba temblando— están campando a sus anchas por la ciudad. Y lo que es peor, ¡algunos son refugiados! ¡Son unas bestias a pesar de que sean fruto de un vientre humano!
Aiden intentó encajar su diminuto cuerpo entre las paredes de acero del armario, incluso le empezaba a costar respirar con normalidad.
Detestaba tener que esconderse, sobretodo, porque no entendía el porqué.
Prefería cuando los dos vivían en el anterior planeta, allí su madre y él se pasaban el día en casa. Tal vez ésa casa no fuera como la que tenía ahora. En su primera casa no había apenas paredes, estaban derruidas, el suelo no era de cerámica, sino que era tierra, y no tenía puertas ni tejado, usaban maderas.
Tal vez en ella no hubiera juguetes, tampoco luz, mucho menos agua y comida. Era verdad, allí debían estar escondidos porque la Tierra estaba en guerra, pero al menos su mamá no lo apartaba y podían pasar tiempo juntos.
—Por cierto... ¿Cómo está Aiden? —escuchó cómo la señora volvía a hablar— ¿Todavía está en el Hospital?
—Sí, todavía —afirmó su madre— No creo que lo dejen salir tan fácilmente, sus pulmones están muy desgastados.
—Ya veo —la mueca que se dibujó en su rostro, hizo temer al infante de cabellos rojizos— Espero que se mejore.
Estaba quedándose adormecido cuando algo le sobresaltó, haciendo que diera un golpe a una de las paredes del armario.
—¿Qué ha sido eso, Mare? —preguntó nerviosa la mujer, acercándose.
—No ha sido nada, puede que los constructores o los vecinos de arriba —mintió su madre.
—Sí, debe ser eso —inquirió aterrada. Sus lúgubres ojos oscuros llenos de bolsas, que indicaban su falta de sueño, se clavaron en el pequeño armario en el que se encontraba Aiden— De todas formas, deberías pedir vigilancia, estás muy sola en esta casa, ¡desprotegida! —gritó histérica— Ya sabes lo que dicen, esos monstruos son rápidos, fuertes, ágiles... Podrían escalar hasta aquí si se lo propusieran. Quién sabe cuál sea su próximo movimiento, Mare. Son despiadados y sanguinarios —le recordó.
Aiden se encontraba con una de sus diminutas manos tapando su boca, intentando hacer el menor ruido posible.
Su madre le había dejado muy claro que debía pasar desapercibido, que era muy importante no llamar la atención y más cuando había gente desconocida a su alrededor.
Escuchó cómo la puerta de su casa se cerraba, dejando en el exterior a la entrometida vecina.
La puerta tras la que se encontraba vibró al ser golpeada levemente, luego se abrió, dejando ver el rostro pecoso de su madre. El pequeño la miró con una sonrisa de culpa, había hecho más ruido del que debía.
—¿Ya puedo salir?
—Sí, ya puedes salir, Aiden — respondió Mare cogiéndolo en brazos hasta dejarlo en el suelo.
Observó la cabellera alborotada de su hijo, estaba cabizbajo y miraba sus zapatos.
—¿Qué pasa? —dijo agachándose para quedar a su altura.
El niño la miró de frente. A veces se preguntaba el por qué su mamá lo escondía del resto. Ella se pensaba que no se daba cuenta de que él era diferente, pero se equivocaba. Aiden era completamente consciente de que podía hacer cosas que el resto de niños no podían hacer, ni su mamá podía hacer lo que para él era tan fácil de realizar.