Sentía el verdadero poder de la adrenalina corriendo con rapidez por mis venas, como una fuerza sobrenatural que tomaba control de todo lo que hacía en estos precisos momentos.
—¡Argh! —y me encantaba. Era una fuerza demasiado indescriptible.
Podía convertirme en algo mejor a lo que solía ser; un verdadero asesino, alguien que haría lo que fuera hasta terminarlo.
—¡Toma, gusano asqueroso!
Clavé mi cuchillo de cacería sobre el pecho del cuarto miembro; un hombre que prácticamente podía doblar mi estatura y aplastarme con sus brazos de gorila con una golpiza. Sin embargo, no fue capaz de hacerlo, era un debilucho.
Sin duda, oírlo gritar mientras lo cortaba de forma insaciable, luego de haber evadido todos sus intentos por defenderse y humillarlo, me hacía sentir vivo, mientras disfrutaba verlo expresar esa mirada de dolor, algo que gozaba.
¡No lo podía creer! ¡Había matado a cuatro hombres! ¡Un sueño!
Nunca en mi vida me había podido enfrentar a algo peligroso, ni siquiera le había gritado a alguien, La Zona” inculcaba temor, respeto a s manera, y eso nos hacía tan débiles.
Pero todo es diferente. Ese miedo con el que crecí había muerto. ¡Había matado a cuatro hombres y eso me llenaba demasiado!
¡Ya no era ese debilucho que temía por lo que fuera a hacerle “La Zona” por temor a rebelarse contra todos los miembros!
Ese Doce había quedado en el olvido. Un sujeto libre y deseoso por tener más sangre de aborigen en sus manos apretadas.
—Creo que tus amigos no pudieron conmigo —dije, tan emocionado y sonriente.
El último miembro, a diferencia de los otros, no parecía tal amenaza, tomando en cuenta que estaba solo y que el cuerpo no era lo bastante fornido como para denotar el miedo que sentía él hacía mí; sus manos temblaban al verme con el cuchillo.
—Creo que se te cayó tu arma —dije, viendo que tenía aquella arma en la mano manchada con la sangre de los hombres quienes ahora yacían tirados y sin emitir sonido alguno.
Aquellos fueron hombres que habían pagado su castigo, mismo castigo que “La Zona” se merecía, una muerte lenta, dolorosa e inhumana. Eso, con la finalidad de escucharlos suplicar.
Este hombre, por otra parte, era débil, tan escuálido, yo simplemente lo veía como un simple insecto al que podía aplastar.
Entonces, si sabía la verdad sobre mis habilidades, mis capacidades para derrotarlos, ¿por qué demonios estaba desperdiciando el tiempo con ese estúpido y debilucho aborigen?
¡Tenía que matarlo! Y sabía cómo hacerlo. El Miembro estaba soltando su arma, y yo lo tenía en mi mira, tan expuesto.
Corrí directo hacía él antes de que pudiera reaccionar, lo atrapé en un solo movimiento y lo forcejeé con tal fuerza, porque quería zafárseme y quizás huir, pero no se lo permitiría.
—¿A dónde crees que vas, amigo? —le dije, cuando lo sostuve del brazo derecho y le pateé la entrepierna en el momento que él intentó tomar su cuchillo, dándome la oportunidad de poner en marcha mi plan—. No te será sencillo —reí, viendo cómo la criatura intentaba tomar su arma.
Entonces el miembro trató de zafarse, pero yo no se lo permití. Le golpeé su rostro dos veces y tomé de su mano derecha con demasiada fuerza, aprovechando la tensión enseguida.
—Hoy vas a saber el verdadero significado de la palabra dolor.
Rocé la hoja del cuchillo contra la palma de su mano, dejando que la navaja perforara su piel y liberara aquella sangre de una manera tan detenida para poder disfrutarlo detenidamente.
—¡Ah! —el aborigen lanzó un alarido, junto con varios lamentos.
Y no lo culpaba. El hombre estaba sufriendo de la misma forma que yo sufrí durante esos días que su tribu me tuvo encerrado en un pequeño y pútrido espacio que me recordó algo.
—Te duele —odio—, pues qué mal porque yo me estoy divirtiendo.
Quería que el momento durara más, sabía que solo existía una forma de poder hacerlo. Preparé el cuchillo y lo dirigí hacía el único punto del que podría tomar ventaja; su frágil pecho.
—Ahora sí voy a saber si en realidad ustedes tiene un corazón.
Tenía el punto en la mira y sólo dependía de algunos segundos para poder actuar. Alcé la mano y fijé con el cuchillo…
«¡Doce, no!», pero en un simple segundo las cosas cambiaron.