Tal como Cecil cayó y fue transportado al bosque profundo a través del portal en el tronco de un árbol, así fue cómo reapareció, solo que esta vez con Dorian sobre él. Ambos se mezclaron con las hojas del suelo y rodaron por una pendiente poco pronunciada que acabó en el camino justo delante de los pies de los padres de Cecil. El tiempo no transcurrió igual que en el bosque profundo, por lo que ellos no notaron su ausencia.
—¡Cecil! —le gritó su padre con reproche.
Su madre solo los miró, Cecil era bien conocido por tener muchos amigos.
—¿Y este joven?
—Es Dorian, mi amigo, él vive…
—Vivo en la ciudad, soy Dorian, hola —dijo, atropellando las palabras una tras otra mientras se levantaba del suelo y se sacudía la ropa.
—Sí, es de la ciudad, está perdido, le prometí acompañarlo a su casa.
—Haces muy bien, Cecil, siempre ayudas a tus amigos —le dijo su madre, mirándolo con un inmenso cariño.
—Vayamos rápido, no podemos tardar —se apresuró Cecil tomando a Dorian de la mano mientras tras ellos se oyó al padre hablar, algo sobre que Cecil ya era lo suficientemente mayor como para tener su propia esposa e hijos.
Tras caminar lado a lado, el par de jóvenes se adelantó con prisa a los padres de Cecil, que andaban con calma, como si los ladrones de caminos no existieran y como si la noche nunca fuera a llegar.
Mientras caminaban, Cecil pensó: «¿Cómo haré para regresarlo a la hora indicada? ¿Tendremos que recorrer el trayecto de vuelta y esperar a que el portal se vuelva a abrir? ¿Y después de eso… qué pasará? Tendré que correr de regreso a la ciudad para alcanzar a mis padres…» Por el momento decidió olvidar esos nimios detalles para centrarse en su más nuevo e interesante amigo, el que consideró el más puro y bello en toda la existencia.
Dorian no lo notaba, pero la sonrisa y el mirar de Cecil habían cambiado, tan solo sentir esa cristalina energía lo revitalizaba. Dorian miró a su lado, notó que Cecil era de su misma altura, aunque de mayor complexión. Cecil trabajaba muy bien su cuerpo, su piel amberina le recordaba a algún dulce fruto jugoso.
Dorian de inmediato mandó lejos esos pensamientos sedientos y dijo: —¿Cecil?
—¿Sí?
—Tengo hambre…
—Ahh… Es cierto. Lo lamento, no pensé en eso. ¿Qué alimento te gusta? ¿Comes solo vegetales? Al ser tus padres tan especiales seres no sé, ¿eres acaso humano?
La sonrisa en Dorian fue una de una inmensa alegría, un nuevo descubrimiento a los ojos cansados de Cecil, Dorian lo renovaba en todos los sentidos.
—Yo… como lo que sea. Y solo seres vivientes si fueron hallados sin vida. No me gusta que sufran para que yo los coma.
—Eso es una causa noble, tal como tú. No podría esperar menos —dijo Cecil y pensó: «¿Qué es lo que me está ocurriendo? ¿Elogiando los modos de ser y pensar de un perfecto desconocido? No ha pasado más de una puesta de sol y ya profundizo en tales pensamientos y sentimientos».
—¡Gracias!…
—Si tienes hambre come de estas bayas, las recogí esta mañana —dijo Cecil, dándole una bolsa de tela.
Al encontrarse con una pendiente en el frondoso bosque por el que transitaban fue necesario que Cecil tomara de la mano de Dorian para ayudarlo a subir. Al principio Dorian negó el contacto, tocar y sostener la mano no era algo superfluo, sus padres lo hacían todo el tiempo cuando se abrazaban o besaban, para Dorian no era correcto hacerlo con su nuevo amigo. Se negó tantas veces como intentó trepar la pendiente y rodó las mismas veces de regreso al sendero anterior. Hasta que aburrido y algo entretenido por ver lo testarudo que era su nuevo amigo, Cecil actuó y se posicionó tras él, lo ayudó a escalar empujándolo desde atrás, indicándole en cada movimiento de dónde asirse y pisar. Fue así que en dos intentos Dorian subió. Después de ese percance momentáneo, Dorian evitó mirarlo y rehuía caminar a la par, Cecil creyó verle las orejas sonrosadas pero lo atribuyó al cansancio.
El sol alcanzaba su posición más alta en el cielo cuando del bosque emergió el par de nuevos amigos. La carretera empedrada era el escenario del transitado poblado, porque era día de feria y fiesta y los campesinos se habían congregado. Había música y risas, era el día del año en que se permitía fingir ser un noble, es por eso que además de Cecil, más personas vestían de azul.
Los carros traqueteaban en el camino de guijarros, bolsas de tela rasgadas dejaban escapar algunas calabazas y plumas de colores que transportaban los carros. Unos pequeños campesinos saltaron ante Cecil y Dorian, fingían sollozar para pedir limosna. Con ingenuidad, Dorian se angustió y buscó entre sus bolsillos por algo de valor, sacó dos gemas brillantes del tamaño de una semilla de durazno. Ágiles manos las hicieron desaparecer de las palmas del joven.
—¡¿Qué era eso?! —dijo Cecil apartando a Dorian de la vista general.
—Son semillas.
—¡Eso no son semillas! Son piedras preciosas. Valen muchos sacos de oro, Dorian, ¿tienes más?
Dorian rebuscó entres sus bolsillos y sacó un par, mostrándoselas a Cecil con una sonrisa.