Me despierto con un horrible dolor de espaldas y un peso bastante familiar repartido desde la parte inferior de mi tórax, mi abdomen y hasta el nacimiento de mis muslos. Ni siquiera necesito abrir los ojos para saber que, como una gata parida, tengo a mis pequeños durmiendo atravesados y desnudos sobre mí. No tuvimos fuerza para ponerles pañal tras la meada número ciento seis…
Gimoteo por lo bajo al volver a escuchar el sonido insistente del celular. ¿A quién se le ocurre llamar a las 7:00 am de un domingo? ¡Eso debería ser pecado capital!
Lo último que quiero es moverme y despertarlos, no hace ni una hora que se durmieron, ¡al fin!
Abro un ojo y observo a Nate, su brazo me sirve de almohada mientras duerme profundamente acostado de lado hacia nosotros, la boca abierta, la cara machada de leche (uno de los biberones terminó a la altura de su frente goteando contra ella) y con los pechos artificiales mal acomodados y goteando también.
El teléfono deja de sonar. Respiro con alivio aunque la mezcla de leche, pis y popó no es nada agradable, de verdad… Yo solo quiero dormir un poco más.
Decir que la noche fue difícil es quedarse corto. Los niños se la pasearon majaderos, lloriqueando, los tres.
Intentamos hacer las cosas lo más normal posible, os lo juro: Nate intentaba en vano darle el biberón a uno mientras yo amamantaba a los otros dos; hacíamos cambio cuando uno se dormía y casi que corría hasta la cuna; pero el llanto estallaba apenas los acostaba y de vuelta a empezar ya que el llanto de uno, despertaba a los otros dos.
¿Lo peor? El cansancio y el sueño nos empezaban a ganar; y por si no han pensado en ello, tengo solo dos pechos ¡y ellos son tres!
Dormir con ellos en la cama no era una opción, más aún por el hecho de que han empezado a pararse agarrados y a gatear y que, aunque nos hemos vuelto expertos en dormirnos y despertar en una misma posición, si goteábamos era muy probable que no notáramos si alguno terminaba pasándonos por encima y cayendo después, así que "suelo" fue lo mejor que se nos ocurrió.
Nate tendió una fina colchoneta en el piso, nos acomodamos lo mejor que pudimos los cinco y refunfuñando, terminó usando “aquello” que juró no usaría jamás: los pechos artificiales para padres que Sebas le regaló en su último cumpleaños y por los que lo chivamos todos, pechos que por cierto, no le cerraban atrás.
Se ve bastante patético con ellos, todo sea dicho; pero milagrosamente funcionaron así que si alguien se burla, esa no seré yo, al menos no frente a él, je je…
El teléfono vuelve a sonar y los niños se empiezan a revolver. Ay no, no, no…
—Nate, Nate… —lo llamo en susurros; frunce el ceño y los labios pero no se despierta, solo se acerca más hacia nosotros.
Lo miro y me da cosa despertarlo; pero por lo que veo, es él o estos tres.
—Nate, cariño —sacudo levemente su hombro con la mano del brazo que tengo libre— viene mi papá…
—¿Qué? ¿Qué? —se despierta balbuceando y yo tengo que morderme los labios para no reír, frunce el ceño— no me jodas, Isabel, déjame dormir… —pero entonces se da cuenta del sonido insistente del celular y de que unos piecitos se han empezado a mover— Ay no… —dice con horror y casi me arranca la cabeza cuando se para de un salto para alcanzar mi celular.
Lo cuelga y casi inmediatamente escucho la notificación de un mensaje, pero lo que de verdad me preocupa, son los ojos bien abiertos y la cara pálida de Nataniel
—¿Qué pasa…? —pregunto y el estómago se me tuerce por la preocupación
—Es tu hermano Tato —me dice y se me va el alma a los pies ¿habrá pasado algo malo? ¿Abuela, mamá, papá? Nada me prepara para lo que vendrá— Tú mamá y la mía… ¡Están viniendo ahora mismo para acá!
Momento de pánico, me quedo sin aire mientras repaso mentalmente cómo están todas las cosas a nuestro alrededor: los juguetes por el piso, los zapatos y la ropa por donde quiera, los mil un biberones y jarros de leche sin fregar junto a los trates sucios de la cena de ayer, los pañales sucios… ¡El reguero en general!
Tardamos medio minuto en reacomodar a los bebés sobre la colchoneta antes de correr por todos lados guardando las cosas casi sin pensar: medias y camisas en la gaveta de las cucharas, biberones en el horno, platos sucios en el armario de la cocina, un bulto de sábanas y pañales sin planchar apretujados en el armario, juguetes donde nos pillara más cerca: cesto, refrigerador, debajo de los muebles… donde sea…
Estamos en modo automático, levantando cosas y guardándolas, cerrando puertas a presión, cruzando los dedos para que el timbre no suene antes de que terminemos de recoger. Damos un par de vueltas más buscando qué esconder cuando nos damos cuenta de que
—Terminamos, al fin —dice Nate dejándose caer en el sofá al mismo tiempo que yo, una sonrisa bobalicona adorna nuestros labios al creer que hoy no nos van a regañar. Entonces…
—Nate…
—¿Qué?
Miro un punto fijo en el piso
—La colchoneta… los bebés… ¡Dónde están los bebés! ¡Los hemos guardado a ellos también!
Nos paramos de un salto y con el corazón en la garganta y las lágrimas en la punta de los ojos corremos sacando y desorganizándolo todo aún más, creo que hasta volcamos los muebles en nuestra desesperación.
—Hes, Cab, Ad —los llamo sin éxito mientras sigo buscando como una loca y por los sonidos que me llegan, asumo que Nate está igual
—¡Isabella, en el corral de la sala, ahí están!
Corro cachando con todo y hasta escucho una lámpara o búcaro caer.
Las piernas se me aflojan y caigo de rodillas, llorando, al verlos soñolientos y sentados dentro del corral.
— Vaya... aunque inconscientemente, no lo hicimos tan mal... —intenta bromear mientras levantaba a uno de ellos pero no puede disimular el nerviosismo en su voz.
Yo solo extiendo los brazos y él me los pasa, estoy llorando a moco tendido cuando tengo a dos. Nate carga al tercero antes de dejarse caer a mi lado, llorando también