Fábulas I

Capítulo 5

Ciudad de Mirietania. 11 de abril.

La princesa Tiaby se sentó sobre los cojines que había dispersos por el suelo de su habitación, cruzando las piernas; después, apoyó la cabeza en la mesa baja con un fuerte golpe, pero apenas sintió un ligero picor en la frente. Siempre había tenido la cabeza dura, en todos los sentidos que tenía esa frase.

Se reacomodó, buscando la postura perfecta. Bajo los cojines notaba el duro suelo de piedra de su habitación, pero no le importó. Estaba demasiado cansada como para que le importara un simple piso duro. Cerró los ojos e intentó descansar.

Se había pasado la noche despierta, recorriendo las calles de Mirietania con sus amigos, de taberna en taberna. Incluso le habían ofrecido ir a un fumadero donde se consumía la nueva y última droga que había llegado al Reino de Zharkos directamente desde los puertos de Olvarus. Sin embargo, Tiaby, que a esas horas ya no era capaz ni de mantenerse en pie, se había negado. Ni siquiera recordaba cómo había llegado al castillo, tan solo que, de repente, estaba tumbada en su cama, con el techo y las paredes dando vueltas a su alrededor. Había intentado dormir varias veces, pero el mareo se lo había impedido.

La puerta se abrió con suavidad detrás de ella y unos suaves pasos se acercaron a la princesa, que fingió dormir profundamente. No debió ser muy convincente porque, de repente, notó como se abrían las cortinas y las ventanas y la chillona voz de Vetra, su dama, la instaba a que se levantara.

—Princesa, debéis vestiros. Vuestro padre os espera —le dijo la chica. Tiaby abrió los ojos castaños y la miró, deseando con toda su alma matarla. Intentó recordar si había alguna espada cerca —o incluso un hacha, cualquier cosa le valía, en realidad. La chica no era mala en sí, pero Tiaby no soportaba su dulzura, su voz. «¿Qué digo? No la soporto y ya está —pensó al ver a la chica». Se movía de un lado a otro, charlando sobre cosas que a Tiaby le parecían estúpidas y con una energía que estresaba a la princesa. Ella solo quería dormir y olvidarse de que tenía que soportar a su padre.

Vetra era una chica de veinte años de anchas caderas y cuerpo grueso. El pelo lo llevaba siempre recogido dentro de una cofia blanca, aunque ese día algunos bucles se le habían salido de su peinado siempre perfecto. La odió todavía más al reconocer el vestido que llevaba: rosa palo, con encaje de Shaldrissa en los puños y el escote de barco. Era el vestido de gala que las damas de Tiaby debían ponerse cuando a su padre, el rey Yyn, se le ocurría una nueva forma de torturarla.

Recepción, misa en el Templo del dios Addros, el dios protector de Zharkos; después vendría el banquete y el interminable baile en el que tendría que pasarse toda la noche dando vueltas con todo aquel que quisiera pedirle bailar. Tiaby era capaz de recitar el plan de la noche de memoria y se cansó tan solo de pensar que iba a pasar toda la noche fingiendo ser una niña buena, con una sonrisa en la cara.

Un suspiro de cansancio le salió de forma automática. Estaba harta de los intentos de su padre por convertirla en algo que no era. La princesa perfecta. Perfecta para vender como a un caballo, perfecta para que no hablara, no opinara, no existiera. «Al menos no puede controlar lo que pienso —razonó». Por muy penoso y triste que fuera, Tiaby se conformaba con poder reírse de su padre y de los invitados, aunque tan solo fuera mentalmente. Sí, era triste, penoso y cutre como plan para pasar la noche.

Tiaby dio un golpe en la mesa con el puño apretado, asustando a Vetra, que se giró de repente para después volver a su trabajo sin darle mucha importancia. Se levantó de la mesa, dispuesta a enseñarle a su padre que no era nadie para decirle como debía vivir. Además de que nadie —ni siquiera ella—, decía que sus planes eran cutres. Suicidas, estúpidos y sin sentido, sí, pero cutres… nunca

Se giró hacia Vetra, que estaba sacando vestidos, medias y zapatos suficientes como para empapelar el castillo entero y la mitad de otro.

—¿Qué quiere ponerse la princesa hoy? —le preguntó con una sonrisa en la cara, sosteniendo un vestido horrible de color blanco. Si se metía ahí dentro desaparecería debajo de una montaña de tul.

—Algo con lo que parezca una persona y no un cerdo vestido con ropas elegantes —le respondió con voz áspera y ronca.

Apartó a Vetra y empezó a revisar los vestidos una y otra vez, tirando al suelo los que no le gustaban sin siquiera preocuparse. La visión de las finas sedas y encajes tirados de cualquier forma en el suelo hizo que Vetra aguantara la respiración más de una vez y solo sirvió para que Tiaby disfrutara aún más. Si por ella fuera los habría echado todos dentro de la chimenea encendida tan solo para ver a la chica hacer esos ruiditos de disgusto.

—Este —dijo al fin Tiaby, alzando un vestido azul y blanco. El escote era idéntico al de Vetra, pero sin el dichoso encaje que ella tanto odiaba. La capa de bajo era blanca y la de arriba de un profundo azul marino. Tenía diamantes decorando el corpiño, y con cada movimiento las velas arrancaban destellos en ellos. No sabía por qué lo había cogido, pero le recordaba a algo. O a alguien. También podía ser porque era el último que quedaba, pero ¿qué más daba?

—¿Ese, princesa? ¿No sería mejor este rosa? —le preguntó su dama, recogiendo del suelo un vestido horrible de mangas abultadas lleno de flores y cantidades ingentes de encaje.

—No. Además, he dicho que no quiero parecer un cerdo. Quiero este.




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