Tiaby llegaba tarde.
Corría por las empinadas calles de Arcar, con la respiración agitada; sus botas golpeteaban contra las piedras. Hacía un día espléndido, sin una sola nube en el cielo claro de la mañana, aunque todavía hacía frío. Su ropa escasa apenas la protegía de las heladas rachas de viento que azotaban su cuerpo y congelaban el sudor de su piel.
Apretó más el paso. Tenía que llegar hasta la plaza principal de Arcar y como mínimo llegaba cinco minutos tarde. Lord Aron no era precisamente una persona paciente, así que Tiaby temía que el hombre se cansara y se marchara antes de que ella llegara.
Tardó varios minutos en subir una cuesta especialmente empinada y cuando estuvo arriba, sudaba y jadeaba tanto que tuvo que detenerse unos instantes para recuperar el aliento. Después continuó caminando, algo más lento.
Conforme más se acercaba al centro de Arcar, las casas se iban haciendo cada vez más lujosas, más grandes. Las ventanas pintadas de rojo contrastaban contra las paredes blancas y de su interior salían suaves y agradables sonidos de música que acompañaron a Tiaby en su recorrido. Los músicos ensayaban bajo las atentas miradas de los nobles, que debían comprobar que todo estuviera listo para recibir el Mercado de aquella noche.
Tiaby estaba emocionada. Era la primera vez que iba a poder ver el Mercado en todo su esplendor. De normal le era imposible asistir, porque se celebraba de noche y su padre hacía todo lo posible para que Tiaby no pudiera salir durante los días que se celebraba. Pero ahora no tenía que preocuparse por su padre y menos estando en Arcar. Aunque la ciudad estaba bajo los dominios de Zharkos, en la práctica Arcar se gobernaba a sí misma y su padre no tenía un poder real allí. La ciudad era dirigida por tres gobernadores que se elegían cada cinco años. Lord Aron era uno de ellos.
Por fin llegó a la plaza principal.
Era perfectamente redonda, de piedra grisácea y casi desierta. A pesar de ser el centro de la ciudad, el verdadero corazón de Arcar era su puerto y la plaza estaba demasiado lejos de este.
En el centro había una estatua de bronce en forma de águila con las alas desplegadas; su afilado pico se dirigía hacia el cielo despejado, casi como si quisiera perforarlo. Unos hombres y mujeres estaban colocando unas cuantas casetas de madera; vestían con los pantalones anchos y los chalecos de colores propios del Desierto de Nujal. No apartaban los ojos de las cajas de madera que descansaban a los lados, controlando que nadie se acercara demasiado a ellas. De reojo, Tiaby miró en su interior y vio brazaletes de cuero con detalles en bronce, pulseras y collares de cuentas, campanillas de cobre; tejidos de colores, chalecos de cuero marrón relucientes, pantalones de lino blanco y de algodón marrón. Había tantas cosas que se mareó.
Esa noche, Arcar se llenaría de vida con el Mercado Nocturno. Durante dos días al mes, la ciudad se dejaba inundar por los productos extranjeros, del anochecer al amanecer, sin descanso, sumida en una fiesta inagotable, en chillidos de vendedores, en intentos de regateos y en ladrones en busca de la mejor pieza de la colección. El Mercado recorrería la ciudad entera y habría pocas calles que no estarían en pocas horas repletas de gente que gritaba. Además, era tradición que los nobles de la ciudad abrieran sus puertas y ofrecieran música a todos los que se acercaran para escuchar y tomar dulces licores y vinos de copas refinadas.
Tiaby sacudió la cabeza. Tenía que centrarse en otras cosas, no en lo mucho que iba a disfrutar bebiéndose la bodega de los nobles con sus amigos.
Miró por toda la plaza hasta centrar los ojos en el Palacio de Ciria. Era un edificio de piedra beige que contrastaba con el gris de la plaza. Los extremos de la casa se curvaban hacia dentro, dando la apariencia de que protegía el lugar, salvaguardándolo de los ladrones de las calles menos lujosas que se extendían tras ella. En el tejado de la casa, y colocada justo en el centro, se encontraba una enorme cúpula blanca. Cuando los rayos del sol pasaban por ella, se iluminaba como si estuviera hecha de millones de trocitos de diamante; a Tiaby no le habría extrañado descubrir que era cierto. Los hombres y mujeres de Arcar eran los más ricos de todo el Reino de Zharkos. El comercio era muy intenso en la ciudad, principalmente por las pocas restricciones que ponían ante la entrada de los productos. Así que, aunque Mirietania tuviera una mejor posición en cuanto al mar se refería, era Arcar la que dominaba y dirigía el reino, para fastidio de su padre. El rey nunca había aceptado que Arcar tuviera tanta fuerza como para plantarle cara y negarse a doblegarse ante él.
Esperándola en los amplios escalones que llevaban hasta la puerta principal había un hombre flacucho, muy alto y de piel muy pálida. Vestía con sencillez, una túnica de color gris acero con botones de plata y por debajo unos pantalones negros junto a unas botas; un cinturón le ceñía la cintura y de él llevaba colgando una daga. Tenía los delgados brazos cruzados a la altura del pecho y, cuando vio a Tiaby acercarse, frunció los labios con fuerza y le dirigió una mirada de enfado.
—Ser la princesa de Zharkos no os da derecho a llegar tarde a las reuniones —comentó lord Aron con su habitual acento cuando Tiaby llegó a su altura. Procedía de Lagos y al igual que Aaray, conservaba su acento, aunque Tiaby había descubierto hacía un tiempo que lord Aron era capaz de camuflarlo a la perfección. El hecho de que lo dejara notar con ella era casi una muestra de confianza por su parte.
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Editado: 12.08.2024